jueves, 31 de enero de 2013

Lluvias dispersas

Cuenta la leyenda que en la década de los ochenta existió un famoso meteorólogo llamado Juan Carlos Iracheta que se caracterizó por nunca atinar a alguno de sus pronósticos. Desde entonces, la mayoría de los que ahora son viejitos, tienen la costumbre de pasar por alto toda recomendación hecha, o bien hacer exactamente lo contrario a lo indicado por los meteorólogos o señoritas que anuncian el estado del tiempo en televisión. Lo anterior lo recordé cuando en todos los noticieros mencionaron que el Valle de México estaría soleado por la mañana y al atardecer habría algunas lluvias dispersas.

Por este motivo el viernes que precedió al día de muertos salí de casa para dirigirme al trabajo. Eran las dos de la tarde. Un ligero viento me hizo pensar en la posibilidad de regresarme para hurgar en el clóset y descolgar una chamarra o una camisita de franela tipo grunge, con la cual abrigarme. Sin embargo, el sólo pensar en regresar un par de calles me generó algo que los mexicanos definimos perfectamente con la palabra huevonada y preferí seguir mi camino especulando que dicho soplo sólo era un remanente de los vientos del norte extraviados en nuestra conflictiva ciudad. Además, a lo lejos, en las montañas, se podía ver que el sol ganaba una batalla contra las nubes y poco a poco su resplandor se abría paso entre ellas.


Diez minutos después, abordé un camión con dirección al metro Cuatro Caminos, mismo que circula por el último tramo de la autopista México-Querétaro y posteriormente, enfila por el periférico hasta su destino. Y fue precisamente en este último tramo, es decir, donde las montañas se transforman en un montón de casas encimadas, donde horrorizado me percaté que una nube negra –lo que se dice, negra– avanzaba decidida hacia nosotros. Al presenciar semejante cuadro, en lo único que pude pensar fue: a) no traigo paraguas, b) el Apocalipsis viene por Ciudad Satélite, y c) la película El día después de mañana.
 

Justo en ese instante sonó mi teléfono. Al responder me alegré de escuchar a una vieja amiga de la universidad que me llamaba para invitarme a una fiesta de halloween pero de inmediato rechacé el convite por no cargar en el portafolio mi disfraz de maguito Rodi –chim-pum-pam tortillas papas–. En seguida recibí la llamada de Isabel, que desde hace seis meses me tiene mareado con su promesa de pasar a visitarme para pagarme el dinero que me debe desde hace un año; luego vino la llamada de una señorita con la intento trabar algunas relaciones de índole sexual; y así, hasta completar siete llamadas, un récord para mi teléfono celular.

El caso es que al terminar la última llamada se me ocurrió asomar la carota por la ventana sólo para llevarme el susto de mi vida pues a la altura de Mundo E, la ciudad se encontraba oscurecida como si fueran las siete de la noche. En la madre –pensé–, ¿a qué hora me subí a la máquina del tiempo? Sólo para no dejar lugar a dudas de semejante misterio corroboré la hora en mi reloj, en mi teléfono y en el primer noticiero que pude sintonizar. Un relámpago seguido de unas gotas gordas de agua se dejaron sentir con fuerza y el pensamiento sobre la película El día después de mañana se transformó en el de la película La guerra de los mundos, con Tom Cruise, en la que unas maquinotas enterradas en el precámbrico salen del suelo a la orden de una nubezota similar a la que estaba sobre nuestras cabezas.


Cuando los relámpagos se hicieron presentes y los truenos retumbaron cual tambora sinaloense, sólo pude remitirme a bajar a todos los santos del cielo, incluyendo a San Will Smith y San Bruce Willis (Liv Tyler, incluida) para que vinieran a salvarnos de los extraterrestres. “Los marcianos llegaron ya y no llegaron bailando ricachá”. El chofer detuvo la marcha del camión y con una voz que únicamente infundó pavor mencionó que lo mejor era esperar a que el agua aminorara para evitar un accidente.


     - ¿Y si nos llega un trailer por atrás? –preguntó una viejita que venía sentada hasta adelante.

 

Contagiado de semejante optimismo me brinqué siete asientos al frente y aceleré mis plegarias esperando que el extraterrestre con el que me tocara luchar estuviera mal programado o fuera de plano un pendejo en el pugilismo. La lluvia arreció y durante setenta y dos minutos, quienes estuvimos estacionados en el periférico norte, por fin logramos entender esa frase que dice “la virgen lava pañales” de un conocido villancico.
     
Cuando el temporal amainó recibí una serie de llamadas que me avisaban la postergación o suspensión de las citas que tenía programadas para esa tarde. Maldije mi suerte y pensé que lo mejor hubiera sido quedarme en casa. Para rematar, Gabriela, una musa de la cual les hablare en una mejor ocasión, me presionaba para llegar a la cita pactada considerando que ella ya se encontraba en el lugar acordado, mojada hasta las nalgas. Maldita sea. Tomé la decisión de bajarme del camión y correr como en su momento lo hiciera el indio Juan Diego pero apenas pude avanzar unos metros cuando me topé con un montón de gente que al verme llegar me miraron como se ve a un pobre pendejo: el periférico a la altura de Lomas Verdes, a un costado del hospital de traumatología, estaba convertido en una laguna que sólo podía atravesarse si uno llevaba en su portafolios una lancha inflable. Me resigné.

Decidido a mandar todo al carajo tomé la sabia providencia de regresar a mi casita resuelto a no volver a ver noticieros e inventar un buen pretexto para justificar mi no llegada al trabajo y planear una estrategia de convencimiento que deje satisfecha a Gabriela luego de que la dejé tomando café en un Vips hasta las ocho de la noche.

Espero que este texto no sea leído por ella. Tantán.

(Ahí les dejo una foto para que le midan el agua a los camotes)
Publicado en La bitácora del orgasmo, octubre de 2009.

jueves, 24 de enero de 2013

Amores impuntuales

Para muchas personas la puntualidad representa un acto de buen gusto, una cualidad. Para otros, es un simple ritual con el que se urgen los encuentros con el destino y se pone punto final a los choques frenéticos pocas veces deseados. Para un tercer grupo, donde se mezclan por igual los mezquinos con los optimistas, la puntualidad es sinónimo de oportunidad.
   
Personalmente me he encargado de pulir la habilidad de retrasar mis llegadas en gran parte de mis citas, orillando a mis interlocutores a ingresar en el laberinto de la incertidumbre y provocando que su estado de ánimo deambule violentamente en cada uno de los extremos del humor. Sin embargo, las consecuencias de jugar con el tiempo de los otros y de uno mismo, es a todas luces previsible por lo que no vale la pena detenerse a disertar en ese aspecto.

Desafortunadamente, existen otros casos en los que el control del tiempo se encuentra fuera de nuestras manos, situación que nos enfrenta cara a cara con momentos igualmente ridículos como desagradables. Al pensarlo no puedo dejar de remitirme a mi promiscua pubertad, cuando debido a mi arribo impuntual a este planeta, tuve que conformarme con ser un simple espectador en la vida de Tamara, una mujer diez años mayor por la que profesaba una pasión que se mantuvo clandestina hasta el día de su extinción. Como lamenté no haber tenido la edad suficiente para encararme con ella y hacerle saber todo lo que su presencia le motivaba a mis sueños.


Fue esa misma impuntualidad, sólo que por parte de otras mujeres, la que logró situarme en la otra cara de la moneda, es decir, como el ser intangible de quienes hubieran querido nacer unos años antes, o cuando menos los suficientes para lograr conectar su vida a la mía. En esa situación recuerdo recientemente a Miriam, una belleza que se negó a ser un secreto; a Susana, quien dañada por el desprecio optó por lanzarse al embarazo; o a Viridiana, quien ahora siente una profunda vergüenza cada que le recuerdan que hace unos años estaba profundamente enamorada de mí.


Así, los amores impuntuales son aquellos que aparecen con años de demora y cuya tardanza produce una desazón que se acerca al sentimiento de culpa, a la impotencia por no poder controlar la llegada al mundo a nuestra entera conveniencia y de esa forma poder manipular el gozoso curso de la existencia. Con todo y lo que conlleva, conozco a muchos que han retado al padre tiempo, dándose la oportunidad de trabar relaciones con amores impuntuales, concientes de las consecuencias que en el futuro les va a acarrear. Para todos esos valientes, mi respeto y admiración.


El hecho es que hace un tiempo conocí a Ana Laura con once años, tres meses y veintidós días de atraso, o lo que es igual, el tiempo suficiente para lamentarme su impuntualidad. Conciente de que mi vida atravesaba por un compromiso con la estabilidad, hasta el día de su llegada llevaba un buen tiempo de no pensar en relacionarme con una mujer tan menor aunque en esta ocasión, lejos de sacarle ventaja a mi experiencia, Ana Laura se adelantó despojándome inconscientemente del control de su tardanza. Su jovialidad, característica de todas las mujeres de su edad, así como su enigmático silencio, fueron apenas suficientes para tomar por asalto toda mi vida y perturbar mis pensamientos, ideas, deseos, aspiraciones, emociones, vicios y ambiciones, además de arrancarme de tajo todos los ideales que durante más de once años me había forjado sobre el amor. Ana Laura me desarmó y por si fuera poco, gradualmente se ha encargado de evidenciar el creciente interés que siento por ella, lo que me resta un buen número de puntos en el jaloneo de la seducción.


Escribo este texto como una forma de liberación mientras analizo sesudamente todas las posibilidades que pueden surgir si es que en las próximas horas me atrevo a declararle abiertamente lo que siento por ella. No importa que no lo entienda, que lo pase por alto, que se ofenda o que se burle pero me conformo con saber que tengo en mis manos la venganza de los frustrados, que si me rechaza, será el maldito tiempo el que se encargará de ponerla en mi lugar

Publicado en Palabras Malditas, 2008.

jueves, 17 de enero de 2013

El desmadre de mi vida

En el principio de los tiempos internetos fue el e-mail la novedosa forma de comunicarse con la gente que se encontraba lejos y de la cual no siempre se podía comprobar su existencia pero con la que uno podía matar dos pájaros de un solo tiro: adentrarse en el abismo tecnológico y enviar cartitas instantáneas sin necesidad de comprar estampillas o esperar al cartero.
 
Con el e-mail llegó el Messenger, una reformulación del diálogo humano que sirvió para acortar las distancias, para reinventar la escritura y para acercar a los seres humanos de distintas latitudes apenas con unos cuantos clics. El Messenger y la web cam completaron el binomio y muchos de los que vivimos en épocas anteriores nos lamentamos no haber gozado de semejantes inventos apenas un lustro antes cuando las hormonas se encontraban a tope y las locuras adolescentes obligaban tener contacto humano.


Con la escritura también llegó la novedad del blog, una forma chingona de publicar pendejadas para que cualquier persona dispuesta a leerlas, si se le pegaba la gana, pudiera hacerlo. Gracias al blog nacieron muchos buenos escritores mientras que otros se descubrieron como un verdadero fiasco; los nóveles literatos entendieron que escribir tenía sus dificultades y otros, sin mayores ambiciones, siguieron (y siguen) aferrados a sus convicciones de publicar textos efímeros.


No había terminado de entender el lenguaje HTLM que me ayudaba a tener mi blog a tope cuando en mi vida apareció Myspace. Supe de él gracias a mis viejos alumnos lancasterianos quienes eran unos verdaderos fanáticos a tener sus propias páginas. Gracias a esos chicos pude ingresar al mórbido y adictivo territorio de la intimidad ajena; leer sus perfiles (en los que se proyectaban sus ambiciones y frustraciones) y pasar horas viendo fotografías, era apenas un mínimo aliciente que me empujaba a tener mi propio espacio, ¿por qué no? Y cuando lo tuve comencé a olvidarme del blog. Sólo de vez en cuando se me ocurría abrirlo y postear -insisto- cualquier pendejada que me ayudara a continuar con la adicción de ser parte del mundo virtual.


Apenas comenzaba a descubrir las bondades de myspace cuando de un sólo golpe llegaron Hi5, Sónico y Facebook. Me decidí por el primero y me di cuenta que no había gran diferencia entre él y myspace, sin embargo, la moda dictaba que había que tener Hi5 pues era en esa comunidad donde la gran mayoría de mis amigos se encontraban aglutinados.
 

Myspace fue quedando de lado hasta que reaccioné: ¿por qué diablos tenía que andar por donde dictaba la moda? Cancelé el blog, me despedí de Hi5 y decidí instalarme en myspace, sitio que por múltiples razones me dejaba mayores satisfacciones y placeres. Pero, por un error de decisión hace unos días me vi obligado a abrir un sitio en Facebook pues en esa red se había fundado una comunidad que aglutinaba a mis nóveles amigos escritores y los ponía en el mismo estribo de la escalinata por la que ascienden escritores ya consagrados.
 

Y cuando tomé la decisión de otorgarle el mismo tiempo a myspace y facebook, repentinamente todo mundo volcó sus ojos a Twitter. ¡Maldita sea mi suerte! Me encuentro en una maraña de confusión pues mi vida virtual se está convirtiendo un desmadre.

Ahora, para acabarla de chingar, la gente lee más fanzzines virtuales que revistas de papel. No cabe duda que esto de la tecnología está cabrón y ni cómo hacerse a un lado, así que si alguno de ustedes quiere comunicarse conmigo, les pido que regresen a lo tradicional, un e-mail, por favor: brasierdenadia@gmail.com


Publicado en E-magazine, Octubre de 2009.

jueves, 10 de enero de 2013

¡Qué lo abra, qué lo abra!

Pocas costumbres me resultan tan anómalas como esa de interrumpir una fiesta de cumpleaños para orillar al festejado a abrir los obsequios que le llevaron los invitados. Sin embargo, me parece pertinente acotar que semejante acción jamás había sido presenciada por un servidor o por alguno de los miembros de mi familia hasta que nos dio por asistir a una fiesta celebrada por el primo de un amigo. Debo decir que el espectáculo presenciado resultó en sí mismo lamentable sobre todo si el invitado criticón, que dicho sea de paso, andaba buscando un tema para escribir un nuevo texto para compartirlo con una turba de lectores ansiosos, llegó a la fiesta sin regalo.
 
El caso es que apenas nos encontrábamos reposando el pozole estilo guerrero preparado por la esposa del festejado, cuando la cuñada de ésta se paró a la mitad de la sala para gritar como una posesa que era hora de que el agasajado abriera sus regalos. Pero el aludido, cayendo en otro ritual que me parece todavía más ridículo que el anterior, se hizo del rogar un par de minutos hasta que todos los invitados nos vimos en la penosa necesidad de alentarlo a caminar hasta una improvisada mesita donde reposaban menos de diez envoltorios, lo cual no pude pasar por alto considerando que en la casa había cuando menos 35 personas.

El segundo detalle a pensar es el siguiente: ¿qué se le puede regalar a un sujeto que tiene un altar dedicado a las chivas rayadas del Guadalajaraa la mitad de la sala? Esto sólo es ejemplo claro de su mal gusto (me refiero a poner un altar ofrecido a un equipo de fútbol, en la parte de la casa donde se recibe a los invitados), por lo que el asunto del regalo ya queda completamente de lado.

El tercer detalle surgió al abrir el primer regalo: un llavero. Este me parece el regalo más pendejo que se le pueda hacer a una persona pues considero que quien obsequia un llavero demuestra su carente imaginación y sobre todo su repugnancia a obsequiar algo atractivo. Luego del llavero vinieron unos zapatos de charol (¿quién regala zapatos de charol hoy día?), un par de calcetines, una playera, dos calzones, una loción, un disco pirata de un cantante grupero y una caja de galletas Surtido Rico.

Tras el vergonzoso ritual todos tuvimos que chutarnos un forzado aplauso que motivó al festejado a emitir unas palabras de agradecimiento que a mí me hicieron sacar las siguientes conclusiones: a) los invitados vieron muy fregadito al cumpleañero y de ahí el motivo de los regalos; b) el que lleva el mejor obsequio es el que impulsa semejante ritual pues quiere lucirse con quienes regalaron las cosas menos costosas; c) los pelagatos que no llevan ni un fuerte apretón de manos, son los que aplauden más fuerte pues con ello demuestran que es mejor dar afecto que comprarlo; d) los que huyen del espectáculo son los que regalan cosas piratas y con ello evitan ser evidenciados; e) el ridículo más lamentable lo hace quien abre los regalos pues deja al descubierto que su familia está formada por una montaña de tacaños; y, f) ¿qué turbia intención perseguiría el inventor de semejante costumbre para decidirse a detener la comilona y el bailongo a mitad de una fiesta para que el agasajado abriera sus regalos?
 
Todo lo anterior es terrible pero eso se sacan las familias nacas por andar adoptando cosas del estilo de vida americano que ven en los programas que pasan en la televisión por cable.

*Publicado en Bitácora del Orgasmo. Noviembre de 2012.

sábado, 5 de enero de 2013

El hombre del bordón

Don Luis descubrió en mí dos cualidades bien ocultas: el olfato del rompe redes nato y la finura del diseñador de modas. Me explico. Tenía la edad perfecta para soñar sin los tumbos de la realidad cuando Luis, un hombre de andar pausado y cigarrillo entre los dedos, me invitó a integrarme a un equipo de futbol que pretendía formar con toda la tropa de infantes de la cuadra. No podía hacer menos si su más grande pasión era el futbol, su mayor frustración era que ningún jugador profesional siguiera las instrucciones que él gritaba cada fin de semana frente al televisor y su gran malestar era que los chicos golpeáramos cada tarde el zaguán con el balón.

Pero, ¿qué haría yo en un equipo de futbol si mi táctica de juego apenas consistía en propinar patadas en las espinillas a quienes osaban pasarme el balón por las narices? Luis sabía lo que hacía. Recuerdo una primera charla técnica que sostuvimos y en la que revisó a profundidad mi técnica de juego misma que tenía bien estudiada. No hubo critica alguna, sólo recomendaciones. Concretamente me pidió no volver a patear a un rival si éste me quitaba el balón además de mantenerme siempre al pendiente de la pelota para cuando ésta llegara a mis pies. También me pidió no volver a pegarle a un contrario si se burlaba de mí en el juego. Y para rematar dijo: “vas a ser delantero”, tras lo cual, mirándome seriamente, acotó: "quiero que diseñes el uniforme del equipo."

No sé si aquella tarea fue un castigo o un privilegio, dependía del cristal con que lo viera. Tal vez era una estrategia para premiar desde ya a su delantero estrella o simplemente mantener entretenido al niño frustrado que cada tarde terminaba rompiéndole la nariz a alguno de los otros niños de la cuadra. El caso es que esa misma tarde elaboré diez o doce uniformes, todos copiados de los que ya se usaban en primera división. Entregué mis primeros bocetos y al revisarlos concienzudamente, esgrimió: "prefiero que pongas a trabajar esa gran imaginación y hagas algo que nos identifique a nosotros." No creo haber entendido el significado de las palabras identifique y nosotros pero durante poco más de dos semanas me la pasé dibujando uniformes para un equipo al cual jamás fui convocado pero al que doté de personalidad sobrel el terreno de juego tiempo después.

Al paso de los años Luis se convirtió en Don Luis, su andar se hizo más pausado debido al uso de un bordón y el cigarrillo se convirtió en el sello distintivo de su personalidad como hombre juicioso del futbol. Por mi parte y siguiendo sus consejos, convertí uno de los goles más memorables en la historia del futbol en aquel olvidado torneo universitario donde el equipo de Pedagogía poco pudo hacer frente a las potencias de Comunicación, Ingeniería y Arquitectura. Mi temprano retiro del fucho, a su vez, impidió que siguiera rompiendo narices cada vez que alguien osaba pasarme al balón con alguna floritura y de igual forma, mi creatividad en la moda futbolera ahora sólo sirve para criticar cualquier nuevo diseño que los clubes se atrevan a sacar, al final, hay pieles que identifican a los clásicos, ¿o no?.

Don Luis, retirado de la vida laboral, pasaba su tiempo en actividades que incluían la caminata (cada vez más difícil por culpa de su bordón, según lo atribuyo); el apoyo en la correcta separación de granos, frutos y legumbres; el análisis colectivo del futbol asociación, en el que además de su servidor participaban el señor de la recaudería, tres taxistas, el pollero y obvio, el señor que vende periódicos en la colonia quien es una especie de iluminati en mi comunidad. Don Luis también aprovechaba sus recorridos por la colonia para predicar los "preceptos chiva" e intentar que las nuevas generaciones siguieran al Guadalajara, prometiendo una playera y una bandera del equipo si firmaban ipso facto.

En los últimos años se volvió una costumbre que Don Luis pasara cada fin de semana frente a mi casa y dependiendo del clima futbolero, platicáramos como suelen hacerlo las personas refinadas. Pero había ocasiones en que los resultados de su equipo o el mío no daban pie a semejantes civilidades y únicamente podía escuchar sus burlas mientras yo me conformaba con clavar el pico en el cofre de mi auto.
Hace una semana pasó frente a mí sin decir nada. No traía el cigarrillo entre los dedos y el bordón sostenía casi todo peso de su cuerpo. Sólo levantó la mano lastimosamente, no sé si a manera de saludo o burla pero aún tuve el ánimo de blandir al aire la escoba y hacerle saber que ya habría otro día para charlar como solíamos hacerlo.

No supe si se enteró que Salvador “Melón” Reyes murió un par de días después o si su equipo estaba pasando por una nueva crisis; tampoco supe si se enteró que nuevamente hay futbol y que varios ansiábamos platicar con él las incidencias del Morelia versus Cruz azul; lo único cierto es que esta mañana, más que nunca, quienes lo conocimos tendremos que perpetuar en nuestra memoria ese último encuentro pues Don Luis jamás volverá a caminar frente a nosotros. 

Es una lástima, me hará mucha falta pelear con él cada vez que haya un clásico nacional, gane o pierda, pero aún más extrañaré sonreirle a alguien con la sinceridad con la que solía sonreirle a él.

Descansa en paz, Don Luis.