jueves, 15 de mayo de 2014

Pedofonías



La otra noche me encontraba profundamente dormido cuando alguien tuvo la amabilidad de acordarse de mí y por ello decidió marcar mi número telefónico. Ante semejante crimen de lesa humanidad mi primera reacción fue aventar el aparato hasta el extremo opuesto de la habitación cometiendo el grave error de no apagarlo, lo que motivó que medio minuto después la chingadera volviera a sonar como sí un demonio lo estuviera poseyendo
Varias opciones pasaron por mi mente mientras determinaba la conveniencia de levantarme: a) probablemente la señorita cajera de la Comercial mexicana se había arrepentido de redondear mi cambio sin preguntar y en un acto de sensatez moral había decidió llamarme para ofrecerme una disculpa y retribuirme mis centavos apenas abriera la tienda; b) cabía la posibilidad de que el señor abogado del banco siguiera trabajando en su flamante despacho, y al encontrarse con mi expediente crediticio, hubiera resuelto hacerme una llamada para amenazar con un embargo en caso de que no pasara a liquidarles los trece pesos con cincuenta centavos (más intereses moratorios), que les adeudaba por concepto de estacionamiento; c) que hubiera muerto un tío lejano y su testamento estuviera encabezado con mi nombre, por lo cual, el notario urgía mi presencia. La última opción, a pesar de ser la más descabellada, se erigía como la más cercana por lo que de inmediato brinqué de la cama y rastreé el sonido del aparato hasta tenerlo en mis manos pero como suele ocurrir en las caricaturas, apenas tuve el celular en mis manos, éste enmudeció acrecentando mi coraje y mi preocupación pues cabía la posibilidad que mi hermana me ganara la herencia.

Veintidós llamadas perdidas establecieron un récord en mi vida pues nunca antes persona alguna se había mostrado tanto interés en charlar conmigo. Cuando había resuelto regresar a la cama, el teléfono sonó nuevamente y yo respondí con esa voz que caracteriza a quienes somos arrancados de los brazos de Morfeo. Del otro lado, sólo pude escuchar una especie de graznido que me hizo enmudecer de terror porque tuve la certeza que era el diablo y no el notario de mi tío quien me llamaba.

Di.. di.. diga… (¡glup!)

— ¿Te desssperrrtéee?


Ante semejante pregunta sólo la indignación fue capaz de instalarse en mi ser, cuya manifestación vino en forma de una sonora mentada de madre que no paró hasta que mi interlocutor dijo: “sólo te llamé para decirte que te quiero un shingo (así dijo: shingo); que eres mi carnal y que siempre me quitaré la camisa por ti… ¿qué haces?” Semejante acto de insensibilidad hacia lo que Benito Juárez definió como “el respeto al derecho ajeno” me hizo colgar el teléfono y pensar en las manías de los alcohólicos así como en sus motivaciones para despertar a sus seres amados.

Según estudios psicológicos desarrollados por antropólogos sociales, el fenómeno de chingar al prójimo a deshoras y en condiciones etílicas, es conocido bajo el nombre de pedofonía cuya raíz etimológica proviene del mexicanismo: pedo, borracho; y phoneo(ar), hablo(ar) por teléfono. “El que habla por teléfono cuando está borracho.”

Las características de esta manía son las siguientes: 1) Encontrarse en estado de ebriedad. No importa el grado de alcohol en la sangre pues los efectos son variables en cada persona. 2) Tener un teléfono a la mano. Si es celular basta con tener saldo. 3) Estar enamorado, dolorido, triste, eufórico, solo, acompañado, o en cualquier otra situación que sirva como pretexto para joder. Lo anterior resulta un problema pues como podrá apreciarse, todos podemos ser pedófonos en potencia y para ello sólo basta un pequeño pretexto, por ejemplo, recuerdo cuando cursaba tercero de secundaria, el convivio de un sujeto apodado el Coreano había resultado un éxito gracias a los tragos clandestinos que dimos a unas viñas reales, mismas que al mezclarse con el ambiente guapachoso, motivaron mis deseos de tomar un teléfono y marcar el único número que me sabía de memoria: el de Claudita. Cuando ella contestó no dije nada, sólo me deleité con su voz y colgué. Repetí la acción cinco o seis veces hasta que su padre cogió la bocina y amenazó con matar al gracioso que la hacía de mudo. Tal vez aquella primera experiencia no fue relevante pero sí resultó sintomática para que años después, en circunstancias similares, decidiera hablarle a otra Claudia, la cual tuvo la amabilidad de mandarme a la chingada si no la dejaba dormir.
Este ejemplo y muchos otros de similares circunstancias, tienen tres constantes: la embriaguez, la comunicación telefónica y la necesidad de joder a alguien a deshoras, ya que es en estado etílico cuando la gente adquiere la seguridad para decir cosas que no podría expresar en otras circunstancias por más que alegue que tiene la capacidad de “volverlo a repetir en su juicio”.

Y si bien es cierto que lo antes dicho a muchos les resulta una gracejada, tiene un trasfondo más complejo que es necesario tratar urgentemente pues resulta no sólo ridículo sino enfermo, llamarle a la gente a deshoras para hacerle saber que es un buen amigo, que es el amor de su vida, que se va a suicidar, o simplemente, para verificar si uno está dormido para lo cual se formula una pregunta que  en sí misma es pendeja.

Ante este panorama si usted, lejos de sufrir pedofonía, sufre a causa de la pedofonía de su pretendiente, mejor amigo, primo lejano o amante en potencia, asegúrese de no dar su número a cualquier pelagatos a la menor provocación así se encuentre convencido que es un tipo tranquilo.