domingo, 22 de enero de 2017

Viviendo al límite



 Mama put my guns in the ground
I can't shoot them anymore
-Bob Dylan-

Nadie puede refutar que las canciones, además de ayudarnos a evocar, en no pocas ocasiones sirven para explicar situaciones que a pesar de mostrarse simples, pueden resultarnos confusas. Lo mismo ocurre con ciertos videos. Personalmente soy partidario de los videos, sobre todo de aquellos cuya historia logra acomodar los ripios que me quedan al escuchar la canción.

A finales de 1993 la canción Living on the edge, de la banda norteamericana Aerosmith, se convirtió en el himno de mi casa. Sonaba en todo momento, a la menor provocación. Aunque sabía a la perfección la letra en inglés, aún me encontraba lejos de entender las líneas escritas por Steven Tyler, Joe Perry y Mark Hudson. La canción inicia advirtiendo que hay algo mal en el mundo, que nuestros ojos están viendo algo diferente pero aclara que Dios no es el culpable de ello. Si aquellas líneas eran o no un reproche, no me importaba. Mucho menos si sentenciaban un futuro poco esperanzador. Lo asumí, en todo caso, como una invitación para aproximarme al goce de los primeros excesos y llevarlos hasta sus últimas consecuencias.

Meses después, cuando pude ver el video, me quedaron grabadas las escenas protagonizadas por Edward Furlong: la revisión para entrar a la escuela, el acto seductor de la maestra que al final resulta ser un travesti, el momento en que el joven parece tener su primera salida y su padre le obsequia un preservativo que él avienta al jardín, el robo del automóvil y el momento en que lo estrella para salir ileso y comprobar que es joven, que nada va a pasarle. La escena intermedia es la más importante para este texto pues lo retrata dentro del comedor escolar platicando con una rubia. Repentinamente aparece uno de sus compañeros de clase quien le golpea la cabeza con un libro. La reacción del joven Furlong, tras un breve juego de manos, es abrir su mochila para sacar algo. Dentro hay una pistola y un emparedado. Cuando parece que sacará la pistola opta por el bocadillo y la ofrece a su agresor quien reacciona con sorna.

Lo anterior viene a colación porque en 1993 este video retrató algo que al parecer ocurría cotidianamente en las escuelas de los Estados Unidos: la convivencia de armas de fuego y estudiantes al interior de las aulas. Entonces no vivía allá y mucho menos conocía a alguien que estudiara en una escuela de los Estados Unidos como para preguntarle si eso era algo cotidiano. Mi duda, por lo tanto, permaneció latente mucho tiempo. Sin embargo, aquella escena me hizo recordar un suceso ocurrido apenas unos años atrás, en 1989, al interior de mi secundaria.

Mi escuela era de nueva creación lo que motivó a sus directivos a captar a la mayor cantidad de alumnos posibles sin utilizar el filtro de selección que ahora es común para tener acceso a la educación. Recuerdo a un par de sujetos con los que apenas conviví unos meses de manera incipiente. Juniors incorregibles que estaban por alcanzar la mayoría de edad pero que apenas habían ingresado a la secundaria. Uno, llegaba a la escuela en un Volkswagen rojo, siempre tarde, lo que provocaba que decidiera saltarse sin empacho el enrejado para incorporarse a la formación. En alguna ocasión un profesor trató de corregirlo y en respuesta sólo recibió burlas rematadas con amenazas. A partir de ese día muchos comenzaron a temerle. ¿Qué se podía esperar de alguien que no era capaz de respetar a sus maestros? Hoy en día la respuesta podría generar comentarios llenos de obviedades pero estoy hablando de aquellos años, tal vez los últimos, donde la figura docente representaba una autoridad dentro de la sociedad. Por lo anterior, la mayoría de nosotros prefería llevarse bien con ese par de jóvenes pendencieros y participar dentro de sus dinámicas de abusos, de los que los adultos no parecían estar enterados.

Ocurrió un día mientras platicábamos esperando que abrieran la puerta de la escuela: ambos sujetos seleccionaban a un grupito de compañeros, menos de diez, yo incluido. Al llegar uno preguntó que quién de todos tenía los huevos mejor puestos para hacerles un favor. Nadie respondió. Ante la presión, el más tímido, preguntó de qué se trataba sin tanto rodeo. El que llegaba en el vocho nos invitó a su carro y de una bolsa de plástico sacó una pistola. Todavía puedo revivir el miedo mezclado con emoción pues era la primera vez que veía una pistola real. Hasta hoy no he logrado superar la impresión de haberla tenido en las manos, sopesándola e incluso manipulándola sin precaución. Años después llegué a pensar que no se trató de un arma real, que tal vez era si acaso una pistola de diábolos. Cual fuera el caso, de manera irresponsable, esa pistola fue pasando de mano en mano con cierta sorpresa y aún mayor fanfarronería, hasta que alguien aceptó el riesgo de meterla a la escuela. Lo que ocurrió después es confuso. No pasó nada lamentable pero sí hubo cierta inquietud cuando se corrió el rumor de que alguien traía una pistola. Un secreto en boca de estudiantes de secundaria es una noticia segura. Para fortuna de muchos aquellos dos muchachos desaparecieron de la escuela semanas después.

¿Desde cuándo conviven armas y estudiantes al interior de la escuela?

En 1996 una burla del destino me colocó frente a un salón de clases, en una escuela de una colonia complicada. No habían pasado cinco días de haberme estrenado como profesor cuando las historias de mis alumnos comenzaron a inquietarme: uno había perdido un brazo gracias a un certero machetazo en un pleito anodino mientras se desarrollaba una fiesta. Otro se encontraba en el hospital, convaleciente, tras haber recibido una puñalada en un riñón. Uno más me presumía las cicatrices dejadas por un par de balazos por parte de familiar. El último caso ocurrió cuando el padre de otro joven fue asesinado al interior de un salón de fiestas. Si bien, todos esos incidentes ocurrieron fuera de la escuela, esa nueva realidad me mostró que las armas eran algo común en mis alumnos. Que como profesor tenía que aprender a convivir en un ambiente hostil donde el descuido, la frustración, la soledad, los vicios y por encima de todo, los rencores, eran el pan de cada día.

En 1999 cuando ocurrió la masacre de Columbine el mundo sufrió una sacudida. Ya no se trataba de la sugerencia hecha en el video de Aerosmith, ni de la película Historia americana X donde el personaje neonazi interpretado por el mismo Edward Furlong, es asesinado al interior de una escuela a causa del odio racial. En ese momento muchos pensaron: ¿cuántas muertes nos tocaría presenciar al interior de las escuelas? ¿Cuánto tiempo faltaba para que ese polvorín estallara en México?

Gracias a las noticias fui documentando incidentes con armas dentro de las escuelas. El primer lustro del siglo XXI apenas pude enterarme de una veintena pero del año 2006 en adelante, los periódicos de circulación nacional dieron cuenta de sucesos lamentables donde estudiantes, maestros, directivos y padres de familia se vieron involucrados en incidentes relacionados con armas de fuego al interior de las aulas, en los patios o en las inmediaciones de alguna institución educativa. A esos casos se sumaron los que algunos compañeros vivieron de manera directa o indirecta. Ninguno de esos casos resonó en nuestra sociedad. Desafortunadamente muchas personas, sobre todo docentes, ya sabíamos que la convivencia de armas y estudiantes al interior de las escuelas era un fenómeno en crecimiento. Nadie, sin embargo, se atrevió a denunciarlo por múltiples factores que van de la indiferencia al temor.

En noviembre pasado tuve la oportunidad de participar en una reunión de padres de familia donde al tocar el tema de la inseguridad, uno de ellos mencionó abiertamente que su hijo asistía armado a la escuela. La reacción fue un prolongado silencio que el señor tuvo que enfrentar ofreciendo una amplia explicación. Sus motivos, si bien fueron entendidos por todos, nadie pudo apoyarlos. ¿Qué se tenía que hacer con el alumno al siguiente día? ¿Desterrarlo, excluirlo o fingir que nada pasaba? ¿Denunciar al padre y al hijo ante las autoridades? ¿Qué autoridades: las educativas o las judiciales?

Las reacciones desde el siguiente día fueron las esperadas: algunos padres acudieron con los directivos de la escuela a mostrar su preocupación por el caso y a exigir un remedio. Los estudiantes, al tanto de la situación, se alejaron de su compañero. Éste comenzó a tener ciertas diferencias con los demás. Nadie se acercó al padre de familia para exponer sus temores o hacer sugerencias al respecto. Las autoridades escolares decidieron no aplicar el reglamento (o normas de convivencia escolar) para evitar sufrir represalias y no comenzar un problema legal. Su actuar se limitó únicamente a realizar varias recomendaciones al docente frente al grupo sugiriéndole que pusiera mucha atención y tratara de tener un trato especial con ese alumno.

El 18 de enero de 2017, al interior del Colegio Americano del Noreste, una institución de educación privada de la ciudad de Monterrey, México, un adolescente de 15 años disparó contra sus compañeros y maestra. Luego del atentado el joven se disparó con el fin de suicidarse. Durante varias horas los medios de información expusieron los hechos describiendo el video grabado por las cámaras de seguridad del plantel. Alegando ética profesional decidieron no mostrar dicho video pero, ¿hacía falta que subrayaran ese bondadoso acto cuando todos los días son ellos mismos quienes exponen morbosamente los ajustes de cuentas, decapitados, linchados y en general, la violencia reinante en el país? Para matizarlo se dedicaron a realizar análisis superfluos acerca de las causas que están orillando a los niños y jóvenes a violentar a los otros. Todos coincidieron en el descuido e indolencia de los padres de familia, en la facilidad con que cualquiera puede conseguir un arma de fuego, en una epidemia de depresión y en un contagio masivo de frustración que explota repentinamente.

Mientras el senador Jorge Luis preciado impulsa una iniciativa para poder portar armas libremente y una sociedad que parece haber olvidado que desde unos años la máxima aspiración de un niño es convertirse en narcotraficante; entre el abandono de las autoridades por ocuparse de los problemas sociales y un poder judicial que se muestra complaciente ante las injusticias; entre la creciente demanda por consumir series televisivas y música que hacen apología de la violencia generada por el narcotráfico y esa falsa idea de que los nuevos héroes son aquellos que delinquen y se saltan las trancas de la ley; entre una nueva generación de padres de familia que pretenden educar a través de las redes sociales y se comunica con sus hijos vía whatsapp y profesores a quienes se les ha cargado la mano con responsabilidades a las que el resto de la sociedad ha preferido dar la espalda; tenemos niños y jóvenes que viven bajo una aplastante presión que les exige ser de una manera mientras el discurso de la inclusión parece dejar de lado a unos cuantos; que les exige no ser pero a cada instante los empuja a convertirse en parte de grupos alienados.

En 1993 Steven Tyler cantaba: estamos viviendo al límite, no puedes evitar caerte, estamos viviendo al límite, no puedes ayudarte en absoluto. ¿Acaso lo ocurrido en el Colegio Americano del Noreste es un suceso al que tendremos que acostumbrarnos como ya lo hemos hecho ante los ajustas de cuentas, las decapitaciones, las desapariciones forzadas y demás expresiones de violencia? Si la imagen de una maestra cantando a sus alumnos mientras éstos se resguardan en el piso durante un tiroteo, ya nos había parecido el colmo de la degradación, ¿qué más tiene que pasar para que reaccionemos como sociedad? ¿Acaso el niño que inventó la mochila anti balas fue un visionario de lo que está por venir? Espero que esas imágenes del video Living on the edge aún se encuentren lejos de la cotidianidad de nuestro país. Ya es suficiente con ser, en muchos aspectos, una mala copia del estilo de vida americano.

martes, 3 de enero de 2017

Flores para el caballero



Antes de cumplir 17 años, Ana Luisa tuvo el tino de obsequiarme mi primer ramo de flores. Esa docena de rosas rojas llegó a mis manos provocándome una reacción que sería lamentable reproducir aquí. Aún así, muy orondo, disfruté atravesar el patio de la preparatoria desatando el morbo de mis compañeros. Fue entonces cuando las clases de probabilidad adquirieron cierta significación pues muchos intentaron predecir quién sería la destinataria final de aquel ramo y si al obsequiarlas me haría acreedor a la humillación de ver un reguero de flores deshojadas en el piso y a mis pies. Desconozco si entonces se estilaba regalarles flores a pelagatos de mi calaña pero en todo caso la puntada de Ana Luisa no es algo que sea tan común en la actualidad. Al final aquellas flores fueron muriendo con el paso de los días y como cualquier adolescente formado en la escuela del amor romántico, algunos pétalos reposaron entre las páginas de un libro hasta convertirse en polvo.

Durante años guardé esa anécdota hasta que una tarde vocearon mi nombre por el altavoz del colegio en el que me encontraba trabajando. Gustoso de hacer enojar a mis superioras, me hice del rogar unos minutos hasta que el mismo prefecto, celoso cancerbero del orden institucional, se apersonó en mi salón para hacerme saber que urgía mi presencia en la dirección. Una vez frente a la directora, entró una persona con un arreglo de flores amarillas que iba dirigido a mí. Una pequeña tarjeta con el nombre de una madre de familia desató la locura entre el personal directivo que escandalizado por el obsequio, exigió que mantuviera en estricto silencio aquella puntada de la señora. Tras el alboroto pregunté si podía llevarme a casa el obsequio, ocurrencia que no fue del agrado de la directora por lo que la petición fue negada. Desconozco si el arreglo de flores le fue devuelto a la madre de familia con alguna amenaza explícita sobre guardar compostura dentro de la institución o si se lo regalaron a la dueña del plantel, si terminó en el bote de basura o fue rifado entre las directoras del colegio. Reconozco que sólo la mera acción de haber recibido flores en mi lugar mi trabajo me acarreó la animadversión de varias secretarias, psicólogas y orientadoras, una de las cuales, cuenta la leyenda, gustaba de enviarse flores a ella misma.

También había almacenado este suceso para el anecdotario personal hasta que hace unas semanas me presenté como invitado en el Círculo de Lectura de la FES Acatlán. Tras decir una serie de burradas que también sería lamentable reproducir aquí, Jojana y Óscar, mis anfitriones, tuvieron la amabilidad de regalarme una hermosa flor de nochebuena. Como si se tratara de una regresión, al principio sentí temor de arruinarla. Al final concluí llevarla hasta mi lugar de trabajo donde se mantuvo admirada, cuidada y apreciada por tres semanas, antes de llegar a su destino final: el comedor de mi casa.

Mi relación con las flores es sumamente extraña y me recuerda al Hendrix, un enorme, obeso y agresivo bulldog, que hasta su deceso fue la mascota de mi amigo Jasso. Hendrix era sumamente belicoso y nadie en su sano juicio se atrevía a acercarse a él pues reaccionaba lanzando una dentellada con hambre de carne.

El asunto cambiaba cuando salíamos a correr a las orillas del lago y Hendrix, nuestro fiel acompañante, encontraba flores pues entonces se convertía en un animal dócil y juguetón. Sé que la imagen de un bulldog revolcándose entre florecillas de colores, arrancándolas y haciendo ramitos que obsequiaba a su dueño no es común pero ocurría. Testigos de eso hay por montones y por eso el nombre de Hendrix, el perro de las flores, llegó a otras latitudes.

Pues me pasa igual. Mi relación con las flores es la única muestra de mi instinto de protección con aquello que realmente quiero, o cuando menos eso ocurrió con la nochebuena, que fue quien tuvo la idea de que escribiera este texto mientras disfrutaba de su belleza para envidia de aquellas mujeres que quisieran ser ella.

Nota final: no me regalen flores el día de mi cumpleaños.