Mama put my guns in the ground
I can't shoot them anymore
-Bob Dylan-
Nadie
puede refutar que las canciones, además de ayudarnos a evocar, en no pocas
ocasiones sirven para explicar situaciones que a pesar de mostrarse simples, pueden
resultarnos confusas. Lo mismo ocurre con ciertos videos. Personalmente soy
partidario de los videos, sobre todo de aquellos cuya historia logra acomodar
los ripios que me quedan al escuchar la canción.
A
finales de 1993 la canción Living on the
edge, de la banda norteamericana Aerosmith, se convirtió en el himno de mi
casa. Sonaba en todo momento, a la menor provocación. Aunque sabía a la
perfección la letra en inglés, aún me encontraba lejos de entender las líneas
escritas por Steven Tyler, Joe Perry y Mark Hudson. La canción inicia
advirtiendo que hay algo mal en el mundo, que nuestros ojos están viendo algo
diferente pero aclara que Dios no es el culpable de ello. Si aquellas líneas
eran o no un reproche, no me importaba. Mucho menos si sentenciaban un futuro
poco esperanzador. Lo asumí, en todo caso, como una invitación para aproximarme
al goce de los primeros excesos y llevarlos hasta sus últimas consecuencias.
Meses
después, cuando pude ver el video, me quedaron grabadas las escenas
protagonizadas por Edward Furlong: la revisión para entrar a la escuela, el
acto seductor de la maestra que al final resulta ser un travesti, el momento en
que el joven parece tener su primera salida y su padre le obsequia un preservativo
que él avienta al jardín, el robo del automóvil y el momento en que lo estrella
para salir ileso y comprobar que es joven, que nada va a pasarle. La escena intermedia
es la más importante para este texto pues lo retrata dentro del comedor escolar
platicando con una rubia. Repentinamente aparece uno de sus compañeros de clase
quien le golpea la cabeza con un libro. La reacción del joven Furlong, tras un
breve juego de manos, es abrir su mochila para sacar algo. Dentro hay una
pistola y un emparedado. Cuando parece que sacará la pistola opta por el bocadillo
y la ofrece a su agresor quien reacciona con sorna.
Lo
anterior viene a colación porque en 1993 este video retrató algo que al parecer
ocurría cotidianamente en las escuelas de los Estados Unidos: la convivencia de
armas de fuego y estudiantes al interior de las aulas. Entonces no vivía allá y
mucho menos conocía a alguien que estudiara en una escuela de los Estados
Unidos como para preguntarle si eso era algo cotidiano. Mi duda, por lo tanto,
permaneció latente mucho tiempo. Sin embargo, aquella escena me hizo recordar
un suceso ocurrido apenas unos años atrás, en 1989, al interior de mi
secundaria.
Mi
escuela era de nueva creación lo que motivó a sus directivos a captar a la
mayor cantidad de alumnos posibles sin utilizar el filtro de selección que
ahora es común para tener acceso a la educación. Recuerdo a un par de sujetos
con los que apenas conviví unos meses de manera incipiente. Juniors
incorregibles que estaban por alcanzar la mayoría de edad pero que apenas
habían ingresado a la secundaria. Uno, llegaba a la escuela en un Volkswagen
rojo, siempre tarde, lo que provocaba que decidiera saltarse sin empacho el
enrejado para incorporarse a la formación. En alguna ocasión un profesor trató
de corregirlo y en respuesta sólo recibió burlas rematadas con amenazas. A
partir de ese día muchos comenzaron a temerle. ¿Qué se podía esperar de alguien
que no era capaz de respetar a sus maestros? Hoy en día la respuesta podría
generar comentarios llenos de obviedades pero estoy hablando de aquellos años,
tal vez los últimos, donde la figura docente representaba una autoridad dentro
de la sociedad. Por lo anterior, la mayoría de nosotros prefería llevarse bien
con ese par de jóvenes pendencieros y participar dentro de sus dinámicas de
abusos, de los que los adultos no parecían estar enterados.
Ocurrió
un día mientras platicábamos esperando que abrieran la puerta de la escuela:
ambos sujetos seleccionaban a un grupito de compañeros, menos de diez, yo
incluido. Al llegar uno preguntó que quién de todos tenía los huevos mejor
puestos para hacerles un favor. Nadie respondió. Ante la presión, el más tímido,
preguntó de qué se trataba sin tanto rodeo. El que llegaba en el vocho nos
invitó a su carro y de una bolsa de plástico sacó una pistola. Todavía puedo
revivir el miedo mezclado con emoción pues era la primera vez que veía una
pistola real. Hasta hoy no he logrado superar la impresión de haberla tenido en
las manos, sopesándola e incluso manipulándola sin precaución. Años después
llegué a pensar que no se trató de un arma real, que tal vez era si acaso una
pistola de diábolos. Cual fuera el caso, de manera irresponsable, esa pistola
fue pasando de mano en mano con cierta sorpresa y aún mayor fanfarronería, hasta
que alguien aceptó el riesgo de meterla a la escuela. Lo que ocurrió después es
confuso. No pasó nada lamentable pero sí hubo cierta inquietud cuando se corrió
el rumor de que alguien traía una pistola. Un secreto en boca de estudiantes de
secundaria es una noticia segura. Para fortuna de muchos aquellos dos muchachos
desaparecieron de la escuela semanas después.
¿Desde
cuándo conviven armas y estudiantes al interior de la escuela?
En
1996 una burla del destino me colocó frente a un salón de clases, en una
escuela de una colonia complicada. No habían pasado cinco días de haberme
estrenado como profesor cuando las historias de mis alumnos comenzaron a
inquietarme: uno había perdido un brazo gracias a un certero machetazo en un
pleito anodino mientras se desarrollaba una fiesta. Otro se encontraba en el
hospital, convaleciente, tras haber recibido una puñalada en un riñón. Uno más
me presumía las cicatrices dejadas por un par de balazos por parte de familiar.
El último caso ocurrió cuando el padre de otro joven fue asesinado al interior
de un salón de fiestas. Si bien, todos esos incidentes ocurrieron fuera de la
escuela, esa nueva realidad me mostró que las armas eran algo común en mis alumnos.
Que como profesor tenía que aprender a convivir en un ambiente hostil donde el
descuido, la frustración, la soledad, los vicios y por encima de todo, los rencores,
eran el pan de cada día.
En
1999 cuando ocurrió la masacre de Columbine el mundo sufrió una sacudida. Ya no
se trataba de la sugerencia hecha en el video de Aerosmith, ni de la película
Historia americana X donde el personaje neonazi interpretado por el mismo
Edward Furlong, es asesinado al interior de una escuela a causa del odio racial.
En ese momento muchos pensaron: ¿cuántas muertes nos tocaría presenciar al
interior de las escuelas? ¿Cuánto tiempo faltaba para que ese polvorín
estallara en México?
Gracias
a las noticias fui documentando incidentes con armas dentro de las escuelas. El
primer lustro del siglo XXI apenas pude enterarme de una veintena pero del año
2006 en adelante, los periódicos de circulación nacional dieron cuenta de
sucesos lamentables donde estudiantes, maestros, directivos y padres de familia
se vieron involucrados en incidentes relacionados con armas de fuego al
interior de las aulas, en los patios o en las inmediaciones de alguna
institución educativa. A esos casos se sumaron los que algunos compañeros
vivieron de manera directa o indirecta. Ninguno de esos casos resonó en nuestra
sociedad. Desafortunadamente muchas personas, sobre todo docentes, ya sabíamos
que la convivencia de armas y estudiantes al interior de las escuelas era un
fenómeno en crecimiento. Nadie, sin embargo, se atrevió a denunciarlo por
múltiples factores que van de la indiferencia al temor.
En
noviembre pasado tuve la oportunidad de participar en una reunión de padres de
familia donde al tocar el tema de la inseguridad, uno de ellos mencionó
abiertamente que su hijo asistía armado a la escuela. La reacción fue un
prolongado silencio que el señor tuvo que enfrentar ofreciendo una amplia
explicación. Sus motivos, si bien fueron entendidos por todos, nadie pudo apoyarlos.
¿Qué se tenía que hacer con el alumno al siguiente día? ¿Desterrarlo, excluirlo
o fingir que nada pasaba? ¿Denunciar al padre y al hijo ante las autoridades?
¿Qué autoridades: las educativas o las judiciales?
Las
reacciones desde el siguiente día fueron las esperadas: algunos padres
acudieron con los directivos de la escuela a mostrar su preocupación por el
caso y a exigir un remedio. Los estudiantes, al tanto de la situación, se
alejaron de su compañero. Éste comenzó a tener ciertas diferencias con los
demás. Nadie se acercó al padre de familia para exponer sus temores o hacer
sugerencias al respecto. Las autoridades escolares decidieron no aplicar el
reglamento (o normas de convivencia escolar) para evitar sufrir represalias y
no comenzar un problema legal. Su actuar se limitó únicamente a realizar varias
recomendaciones al docente frente al grupo sugiriéndole que pusiera mucha
atención y tratara de tener un trato especial con ese alumno.
El
18 de enero de 2017, al interior del Colegio Americano del Noreste, una institución
de educación privada de la ciudad de Monterrey, México, un adolescente de 15
años disparó contra sus compañeros y maestra. Luego del atentado el joven se
disparó con el fin de suicidarse. Durante varias horas los medios de
información expusieron los hechos describiendo el video grabado por las cámaras
de seguridad del plantel. Alegando ética profesional decidieron no mostrar
dicho video pero, ¿hacía falta que subrayaran ese bondadoso acto cuando todos
los días son ellos mismos quienes exponen morbosamente los ajustes de cuentas,
decapitados, linchados y en general, la violencia reinante en el país? Para
matizarlo se dedicaron a realizar análisis superfluos acerca de las causas que
están orillando a los niños y jóvenes a violentar a los otros. Todos
coincidieron en el descuido e indolencia de los padres de familia, en la facilidad
con que cualquiera puede conseguir un arma de fuego, en una epidemia de
depresión y en un contagio masivo de frustración que explota repentinamente.
Mientras
el senador Jorge Luis preciado impulsa una iniciativa para poder portar armas
libremente y una sociedad que parece haber olvidado que desde unos años la
máxima aspiración de un niño es convertirse en narcotraficante; entre el
abandono de las autoridades por ocuparse de los problemas sociales y un poder
judicial que se muestra complaciente ante las injusticias; entre la creciente
demanda por consumir series televisivas y música que hacen apología de la
violencia generada por el narcotráfico y esa falsa idea de que los nuevos
héroes son aquellos que delinquen y se saltan las trancas de la ley; entre una
nueva generación de padres de familia que pretenden educar a través de las
redes sociales y se comunica con sus hijos vía whatsapp y profesores a quienes
se les ha cargado la mano con responsabilidades a las que el resto de la sociedad
ha preferido dar la espalda; tenemos niños y jóvenes que viven bajo una aplastante
presión que les exige ser de una manera mientras el discurso de la inclusión
parece dejar de lado a unos cuantos; que les exige no ser pero a cada instante
los empuja a convertirse en parte de grupos alienados.
En
1993 Steven Tyler cantaba: estamos
viviendo al límite, no puedes evitar caerte, estamos viviendo al límite, no
puedes ayudarte en absoluto. ¿Acaso lo ocurrido en el Colegio Americano del
Noreste es un suceso al que tendremos que acostumbrarnos como ya lo hemos hecho
ante los ajustas de cuentas, las decapitaciones, las desapariciones forzadas y
demás expresiones de violencia? Si la imagen de una maestra cantando a sus
alumnos mientras éstos se resguardan en el piso durante un tiroteo, ya nos
había parecido el colmo de la degradación, ¿qué más tiene que pasar para que reaccionemos
como sociedad? ¿Acaso el niño que inventó la mochila anti balas fue un
visionario de lo que está por venir? Espero que esas imágenes del video Living
on the edge aún se encuentren lejos de la cotidianidad de nuestro país. Ya es
suficiente con ser, en muchos aspectos, una mala copia del estilo de vida
americano.