sábado, 27 de noviembre de 2021

Almudena Grandes, la mujer que cambió mi vida

 

Ingresé a la universidad devorando best sellers y lecturas menores. Me ahorro los ejemplos más por culpa que por vergüenza. Mi biblioteca no conocía a Bukowski, ni Burroughs y no tenía un solo libro de poesía o ensayo. A decir verdad, el noventa por ciento de esa biblioteca se componía de materiales escolares. Por esa razón, en septiembre de 1998, ingresé a la librería de la Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán con la finalidad de conseguir una antología de textos sociológicos que urgía para reforzar las lecciones de la materia. La antología verde, conocida por todos los estudiantes de pedagogía, era un material fácil de conseguir. Del costo, ni hablar pues luego de pagarla me percaté que me sobraba algo de dinero. Decidí recorrer las mesas tratando de encontrar algo diferente. En pocos minutos un libro llamó mi atención: Las Edades de Lulú. Esa tarde comencé un hábito que hasta la fecha conservo: aprovechar los viajes en transporte público para leer. La historia hizo una explosión en mi cabeza y pronto me dediqué a buscar historias similares.

Afortunadamente los pasillos de la universidad permiten interactuar con personajes que pueden darle vuelcos a la existencia y fue gracias a uno de ellos que conocí los libros de la colección La Sonrisa Vertical. Gracias a esa colección comencé a escribir mis primeros relatos, uno de ellos derivó en la historia Mariana en las rocas que en 2003 me permitió recibir la invitación del editor de PalabrasMalditas.net para colaborar mensualmente con una columna. Coitidianidades surgió con la idea de escribir historias eróticas. Al hacerlo siempre tuve en cuenta los pasajes de la novela de Grandes.

La vida es una broma que te coloca en los lugares y con las personas adecuadas. A mediados del año 2004 había leído muchos títulos de la colección erótica de Tusquets. Sin embargo, me faltaba leer una buena parte que me resultó imposible conseguir. A pesar de esas limitaciones me aventuré a redactar un texto extenso acerca de La Sonrisa Vertical que al final generó una controversia y un amable reclamo por parte de Dante Bertini, autor El hombre de sus sueños y Salvajes mimosas. Esa anécdota provocó que la editorial Tusquets me enviara algunos libros que sirvieron para completar mi colección.

Con el paso de los años abandoné mi obsesión por publicar en dicha colección y a cambio me conformé con ver mi texto como única referencia de La Sonrisa Vertical en Wikipedia. También, con el paso de los años, abandoné la idea de hacerle llegar una carta a Almudena Grandes en donde pretendía compartirle esta anécdota que para mí tiene enorme importancia por la forma en que cambié mis gustos literarios y mis inicios en la escritura. También esa idea me pareció intrascendente.

Hoy me entero que Almudena Grandes, también autora de Atlas de geografía humana (1998), Inés y la alegría (2010) y La madre de Frankenstein (2020), entre otros libros, ha fallecido. El cáncer terminó con ella.

No puedo evitar sentir cierta tristeza al enterarme de la noticia. A Almudena Grandes le debo mi gusto por la literatura para leerse con una sola mano.

Descanse en paz.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Crónicas en la Sputnik Dos

A principios de mes encontré que mi libro Crónicas pestilentes fue reseñado en la revista Sputnik Dos, gracias a la mano privilegiada de Ivanna Martínez.
Échenle un lente y anímense a comprar un ejemplar. Van: Sputnik dos



miércoles, 1 de septiembre de 2021

Ansiedad

 

No sé definir qué es un día normal, pero lo asocio con despertar temprano y dar vueltas en la cama durante unos minutos antes de saltar directo a darme una ducha. No sé qué tan normal es tomar un desayuno como si fuera la comida y después salir a trabajar durante las siguientes diez horas. He repetido esa rutina los últimos 25 años, con excepción de las temporadas de vacaciones y para mí no hay nada extraordinario. Vivir implica estar satisfecho con lo que se hace, no tener sobresaltos y cubrir todas las necesidades básicas sin tener que tronarse los dedos. Apegado a esas premisas, mi vida es simple y normal. 

Mientras lo pienso, observo el reloj. Son las 3.00 a.m. Visualizo bosques y pajaritos, como lo sugirió Johana, y hago ejercicios de respiración como lo aprendí en terapia. Nunca he logrado poner la mente en blanco y cada que lo intento pasan todo tipo de imágenes que forman un collage. Soy géminis, me exculpo, mientras me enrollo una mantita en la cabeza como si se tratara de un turbante. El turbante ha sido la solución más práctica para quedarme dormido en momentos como este. Tal vez se trate de figuraciones personales, pero pienso que la mantita impide que mi sueño se escabulla por la ventana. No sé qué factores intervengan, pero ese calorcito atrapado me genera sopor y en consecuencia sueño. Ocurre lo mismo en temporadas de calor, en mayo o junio cuando las temperaturas hacen que la gente tenga sueño cuando se alcanzan los 31 grados.

Con la pandemia mis hábitos más elementales y en los que depositaba mi mayor disciplina se fueron al carajo. Dejé de caminar, de estirar mi cuerpo y de comer a mis horas. A cambio vinieron días enteros sentado frente a tres dispositivos electrónicos diferentes, encerrado en un espacio de 9 metros cuadrados, atendiendo a personas a quienes únicamente les conocía la voz y la foto de perfil. No importaba si dormía tarde o si se me interrumpía el sueño a las 3:00 a.m., la mayoría de las veces encendía la televisión para ver una película con la certeza que al otro día podía cumplir con mi trabajo aún en la cama. Poco a poco se me fueron desarrollando otras costumbres a las que no puse atención pues lo que inicialmente pintaba para ser una cuarentena se fue extendiendo hasta consolidar una nueva normalidad de la que todavía muchos no hemos logrado salir.

En un día normal solía cubrir rutinas casi inquebrantables y eso hablaba de la persona que solía ser. A veces hacia pausas procurando no alterar lo programado. Un día podía salirme temprano del trabajo para sentarme unos minutos en la banca del parque a ver a los niños jugar. Otro, no tenía empacho en meterme a una cantina a beber un par de cervezas mientras bromeaba con la mesera. Solía bajarme del camión un par de kilómetros antes y caminar hasta mi casa con la finalidad de cansarme un poco. De paso, compraba el pan o un pastel para compartir con mi familia. En un día normal podía llegar a casa a disfrutar de una whisky mientras leía un libro o escuchaba un compac disc. Si por alguna razón estaba enganchado con una serie o una telenovela, me apostaba frente a la pantalla en el horario convenido. En un día normal no se piensa que hay lobos acechándote y que esperan un descuido para lanzarse y hacerte presa.

Para mí los días normales no terminaron con la pandemia sino años antes cuando no le hice caso a las señales que daba mi cuerpo. ¿Qué puede tener de malo despertar con el sabor a moneda en la boca? Al final te acostumbras e incluso aprendes cómo confundir ese sabor por uno dulce o agrio. ¿Qué puede tener de malo presentar moretones en el cuerpo si al final terminan por desaparecer sin aplicarles remedio alguno? Al decirlo, recuerdo la cantidad de veces que afirmé que se me subía la muerta y me hacía chupetones mientras notaba la incredulidad y risas de quienes veían las marcas en el cuerpo. Nunca puse atención a esas señales que no tenían origen paranormal.

No sabía de días anormales hasta la primera vez que me desconecté del mundo. Había pasado mi cumpleaños y aún quedaban algunos festejos y brindis pendientes. Aquella tarde de junio de 2019 decidí salirme temprano del trabajo y encontrarme con Susana en el único bar que ella conoce: el Héctor & Joe. Como cada año, desde hacía cuando menos quince, nos abrazamos, recibí mi obsequio, nos pusimos al tanto de nuestras vidas y brindamos por el futuro. Aquella tarde reímos y hasta nos tomamos algunas selfies. Hasta entonces todo transcurrió de acuerdo con lo planeado, incluso su tradicional, previsible e intempestiva huida. El reloj marcaba las 4:00 de la tarde y apenas le daría tiempo de regresar a su realidad. Despedí a Su entre bromas mientras pedía un par de tragos para mí. En algún momento comencé a sentirme mal, pedí la cuenta y salí del bar. Desde ahí sólo recuerdo episodios aislados y sin saber cómo llegué a casa, desperté hasta el siguiente día golpeado por una mirada inquisidora que me recriminaba la borrachera del día anterior. Concluí que la urgencia con la que tomé los tragos y tal vez alguna bebida adulterada habían ocasionado tremendo black out.

Lo único cierto es que un desconecte similar ocurrió un par de meses después, en agosto, mientras me encontraba trabajando. Cuando desperté me encontraba en mi casa, padeciendo la sacudida que genera una fiebre superior a los 40 grados. La tercera vez que experimente aquella sensación fue en noviembre. Al black out y la fiebre se sumó un dolor de huesos. Los médicos concluyeron que se trataba de un resfriado. Nada de qué preocuparse. En enero del siguiente año vino un nuevo apagón de mi cuerpo. En esta ocasión fue necesario recurrir al médico. La cosa se puso seria pues ya no se trataba de un resfriado. Concluyeron que era agotamiento físico y estrés. 

A pesar de las circunstancias he forzado que mis días sigan siendo normales, sin embargo, sé que esa normalidad no existe más. Despertar diariamente, a la misma hora, con la playera y la sábana mojadas profusamente por el sudor, está fuera de lo común.

Ahora sé que mi cuerpo encontró alteraciones que se manifestaron desde la infancia, pero que nadie atendió. Ni yo. Las personas procuran normalizar aquello que ocurre con frecuencia, incluidas las alteraciones de salud. Nadie piensa en que existen lobos acechando y esperan un mínimo descuido para lanzarse y hacerte presa. Es entonces que nos vemos forzados a hacer una pausa para entender que nuestro cuerpo carga con esos lobos que te están mullendo la energía mientras te carcomen los huesos, los músculos y los tendones, al tiempo que te engrosan la sangre. Es complicado aceptar que somos la consecuencia de un sinfín de omisiones y que esa es la diferencia entre acercarse de a poco al infierno o asirse a una vida normal, sin contratiempos, haciendo de la vida algo simple y normal.

Esta noche ha desaparecido la incertidumbre de no saber qué me pasaba. He abandonado el miedo generado por la especulación y por las historias del pasado. Ahora sé que estoy descompuesto y los padecimientos que me aquejan no son cosa menor. Desafortunadamente, entre el deseo por dejar todo atrás y las ganas de incorporarme a mi vieja realidad, la ansiedad me impide hacer las cosas como las deseo.

Y ya que decidí no tratar este tema con quienes no se encuentren dispuestos a apoyarme, tal vez lo mejor sea escribirlo, pero ahora ya casi son las 6:00 de la mañana y necesito dormir un poco antes de ir a trabajar.

martes, 3 de agosto de 2021

Miedo

 

Busca entre docenas de hojas mientras yo intento descifrar su mirada. Su expresión es compleja, aunque las arrugas que coronan sus ojos y cortan su frente me hacen pensar en miles de noticias que posiblemente han salido de su boca para alivio o desgracia de quienes se ven obligados a desfilar frente a ella. Reparo en mi corazón. Palpita acelerado. Si contengo la respiración, mi corazón parece detenerse. Juego con esa sensación un par de veces. El sudor que brota de mi cabeza resbala por mi frente. Siento algunas gotas que caen pesadamente. No hace calor, al contrario, el clima dentro del consultorio es tan frío como la sensación que me nace en la nuca y me invade la espalda.

He vivido esta escena antes. ¿Seis veces? Nueve, me corrijo mientras hago un recuento de las personas que me han recomendado un médico muy bueno. “Cobra caro, pero es muy bueno”, advierten para malestar de mi bolsillo que cada vez que escucha esa frase exige que esta vez el médico sea sincero y reconozca su incapacidad de descifrar lo que ve en el historial médico. A cambio, me he acostumbrado a que formulen posibilidades cuyos porcentajes de exactitud aumentan o disminuyen en la medida que mi cuenta de ahorros se extingue. Pero aquí estoy de nuevo, estoico, con la respiración contenida una vez más.

 

Conozco otra escena que también he vivido nueve ocasiones anteriores: la persona que se encuentra frente a mí y que ostenta una especialidad en alguna área médica, se echa para atrás, llena sus pulmones de aire, lo contiene, resopla dramáticamente y tras un silencio breve que a mí me parece de mil años, comienza un sermón lleno de incertidumbre. Es en ese momento que mi mente se convierte en una cámara de luz blanca que ofusca todo pensamiento.

    *     *     *

“Estás muy flaco”, escucho por enésima ocasión. Últimamente me he vuelto partidario del silencio de las personas frente a lo evidente. Si vas a decir lo que el otro ya sabe, calla. Hay cosas que a nadie le gusta escuchar y la razón es simple: todo comentario obliga a una explicación y a veces, a los aludidos, no les apetece explicar. Así que aprende una regla: frente a lo evidente, calla. ¨La dieta”, respondo mientras esbozo una sonrisa que me sale muy bien. Con ella he aprendido a evadir toda posible realidad.

Pero es cierto, en los últimos meses he reparado en un repentino adelgazamiento que me hizo bajar más de veinte kilos. Lo anterior, sumado al cansancio y a las imperiosas ganas de dormir, me llevaron a realizar estudios básicos que no arrojaron lo que en estos casos es evidente para alguien cuya dieta y hábitos sedentarios son terribles.

Nadie, en cambio, sabe que mi cuerpo lleva experimentando fiebres repentinas y dolor de huesos que, con el paso del tiempo, me impiden siquiera cambiar de posición al dormir. Le confié eso a quienes inicialmente se mostraron interesados en ayudarme y al final terminé por arrepentirme. Los humanos gozamos de una confianza que nos lega una supina autoridad para emitir juicios que otros tenemos que atender como diagnósticos. Si alguien sabe lo que es el dolor de huesos podría también entender que las frases de dominio popular no alivian, al contrario, fatigan.

*     *     *

Por novena ocasión salgo del consultorio con más pesar que alivio. Hago cálculos acerca de los gastos y del tiempo que me llevó ahorrar la cantidad de dinero que estoy por gastar. Podría invertirlo en un viaje o un carro nuevo.

Pensar en una enfermedad es un obstáculo que paraliza. No importa que la vida te ponga distractores, los escenarios pasan por tu mente de forma continua mientras las posibilidades para un final feliz se ven opacadas por un final fatídico. Casi nadie quiere morirse. Todos, al final, poseemos un instinto de supervivencia que nos orilla a buscar el origen de lo que nos está afectando. Si la situación se agrava hay quien peleará. Si alguien decide rendirse cuando menos estará satisfecho de saber qué es lo que va a matarlo.

Pienso en eso mientras observo a un grupo de jóvenes que se divierten con el agua sucia de una fuente. Algunos de ellos seguramente presentarán sarpullido en algunas horas. Otros tendrán fiebre y diarrea. La mayoría seguramente fortalecerá su sistema inmunológico y ya tendrá tiempo de burlarse de quienes no tuvieron mejor suerte. Pienso en lo que aqueja a mi cuerpo mientras intento ponerme de pie para continuar mi camino.

La doctora fue muy clara y ni siquiera me atrevo a pronunciar las seis letras de su diagnóstico como si con ello bastara para alejar su mal agüero. Una sensación de frío que me nace en la nuca y se riega por toda la espalda como si se tratara de un latigazo eléctrico, me invade. Es el miedo y así lo manifiesta mi cuerpo como una forma de resistencia a lo que acabo de escuchar.

Un par de lagrimones me resbalan por las mejillas, pero tengo esperanzas. “Hay gente que está peor que yo”, pienso mientras decido que no hablaré de esto con nadie. Será lo mejor.

jueves, 15 de julio de 2021

Incertidumbre

 

En mayo de 1957 el padre de Manuel agonizaba en una habitación de la casa materna. Cuando se supo que Antero había caído en cama, la familia entera se volcó a su casa de la misma forma en que otrora lo hicieran para alguna celebración. La diferencia era el ánimo. La tensión reinaba en las habitaciones y pasillos de la casona situada a un par de kilómetros de la costa guerrerense. Tal parecía que todos estaban esperando a la muerte. Durante las primeras horas, las oraciones fueron dichas en silencio y de forma individual, pero conforme pasaron las horas las plegarías adquirieron una sola voz, una muy tétrica que se transformó en llanto.

El médico familiar, Don Pedro Amonario, no había logrado realizar un diagnóstico exacto del mal que terminó con la vida de Antero. “Achaques de la edad”, dijo mientras Manuel observó como todos movieron la cabeza afirmativamente aprobando las palabras del médico.

Antero recién había cumplido 43 años.

*   *   *

Veintiséis años después, pero en el mes septiembre, Manuel recordó el día que Antero murió. El Hospital General La raza se había convertido en su segundo hogar. Tenía más de setenta días internado y la opción de permanecer otros treinta se mostraba cada vez más latente.

Para entonces se había acostumbrado a los humores que dejan las malas noticias, al llanto de quienes con sus lágrimas pretenden aferrarse a la vida unas horas o unos días. Algo en su interior lo volvió inmune a la desesperación que embarga a aquellos que se saben desahuciados. A diferencia de su padre, él a sus 42 años sabía muy bien qué era aquello que le estaba maltratando el cuerpo, pero también a diferencia de su padre, sabía que no había medicina que pudiera salvarlo de la muerte. La única posibilidad consistía en prolongar su vida unas semanas o unos meses.

A Manuel no le gustaba el hospital. Hubiera preferido pasar sus últimos días en la casa de Antero, sintiendo el calor de la costa, rodeado de familiares y amigos que pasarían a saludarlo diariamente. Sabía que su esposa, sus hijas y sus dos hermanos se turnaban para no abandonarlo, que estaban abajo pendientes de los partes médicos y las horas de visita, sin embargo, le aquejaba saberlos desprotegidos, cansados, fastidiados de una rutina que les había trastocado la vida. A veces sus hermanos faltaban al trabajo y sus hijas no iban a la escuela.

En los momentos más pesimistas, Manuel imaginaba cómo sería la vida sin él. No le gustaba, pero prefería que todo terminara y sus seres queridos pudieran regresar a su vida normal.

*   *   *

Apelo a mi memoria para recordar el día en que murió el abuelo Manuel, a quien no conocí. Ese día fue poco más que desastroso en la escuela pues estuve más distraído de lo normal, me gané varios cincos en los cuadernos, e incluso, peleé a golpes con un compañero en el recreo. A diferencia de otras ocasiones no hubo regaños, ni castigos. “Parece que lo sintió”, confió mi madre a mi tía casi en secreto, mientras la ponía al tanto de lo ocurrido el día anterior. Recuerdo aquella escena mientras espero una nueva ronda de estudios. Me observo al espejo y me centro en mi rostro luego en mi cuerpo disminuido. Es el reflejo de lo que siento: fastidio y cansancio.

Decir que todo comenzó con la vacuna CanSino, que recibí en días pasados, sería falso. En realidad, comenzó en marzo o abril de 2019 cuando una extraña fiebre me atacó de forma sorpresiva hasta hacerme perder el conocimiento. Ocurrió en el trabajo y cuando desperté me encontraba en casa, en mi cama. No supe cómo llegué, pero las versiones coinciden en que lo hice por mi propio pie. La segunda vez ocurrió en junio, días después de mi cumpleaños. Luego en septiembre y noviembre del mismo año y en enero del 2020. En abril y mayo de ese año, las fiebres se hicieron constantes, una o dos veces a la semana, hasta llegar al 3 de mayo. Esta ocasión resultó preocupante porque tuvieron que llevarme al hospital de donde no me dejaron salir por varios días. Por esos días todo lo que le aquejaba a una persona se traducía en coronavirus, así que el primer ingreso fue al área covid aunque horas después y poco antes de intubarme, los médicos tuvieron que corregir.

Siguiendo la misma suerte que Antero, los médicos no lograban ponerse de acuerdo para determinar qué ocurría dentro de mi cuerpo. Alguno dijo que me estaba atacando una bacteria, pero no fue capaz de descubrir cuál y como consecuencia me hizo gastar una buena suma de dinero en estudios y medicamentos. Otra dijo que era algo que comía y me hacía mal al estómago. Me envió con una nutrióloga que me enseñó a comer. Por un tiempo su hipótesis resultó cierta y únicamente consiguió que se me antojara más la mala comida. Quienes no eran médicos le atribuyeron mis males a asuntos relacionados con el alma e insistieron en curaciones alternativas. Lo cierto es que nada funcionaba. Mi cuerpo manifestaba un malestar que no tenía un origen concreto.

 *   *   *

¿Qué es lo peor que puede ocurrirle a una persona cuando enferma y no sabe de qué? La incertidumbre.

¿Qué es lo peor que puede pasarle a una persona cuando le informan qué provoca sus males? El miedo.

¿Qué es lo peor que puede sentir a una persona cuando tiene que iniciar un tratamiento? La ansiedad.

 *   *   *

Existen enfermedades que a pesar de ser tratables nadie quiere tener. Las mismas palabras con que se definen suelen callarse a veces por miedo y otras por vergüenza. En mi caso, decidí callar para no provocar lástima. Las pocas personas que lo supieron no alcanzaron a entenderlo. Lo cierto es que el significado de algunas palabras es sinónimo de muerte y por eso las evitamos, como si con ello alejáramos cierto karma.

Manuel murió de cáncer en octubre de 1982 mientras que Antero, su padre, falleció en mayo de 1957. Aunque el médico del pueblo, el Dr. Amonario, nunca pudo determinar qué era aquello que lo estaba matando de forma lenta y dolorosa, en las reuniones familiares que sus nietos realizaron años después, se llegó a esa conclusión.

Pienso en eso mientras entiendo de qué se trata una MRI, término que ni Antero ni Manuel conocieron. Tal vez fue mejor que no lo supieran. Ahora, la incertidumbre y el miedo me invaden y únicamente repito frases a manera de mantras que me ayuden a ahuyentar la mala vibra o a hacer menos pesado el futuro.

Pienso en que no quiero dar molestias a nadie, ni orillar a las personas a que finjan un cariño que no sienten. Prefiero que la vida siga su curso y que únicamente sea yo quien transite por esta experiencia. No quiero depender de nadie. Lo peor que podría pasarme es que las personas me miren con lástima, eso lo tengo claro. Aún estoy lejos de entender qué es lo que he cultivado a lo largo de varios años y sólo puedo prepararme para esa recibir esa sorpresa.

Cierro los ojos y aprieto los puños. Todo se torna blanco. Se siente el miedo.

Es inevitable sentir un par de lagrimones resbalando por mi cara mientras pienso en dónde y con quién me gustaría estar ahora.

viernes, 19 de febrero de 2021

LAS TURBIAS PROFUNDIDADES DEL PASADO*


El tiempo no es sino la corriente

en la que estoy pescando.
Henry David Thoreau


El presente es la balsa a la que nos aferramos para no naufragar, igual que el silencio, pero es frágil, casi cualquier cosa puede perturbarlo, el voluptuoso aroma que nos lleva a los rincones de la inocencia perdida, la melodía salvaje que nos retorna a nuestras tardes de euforia y éxtasis, el ardoroso licor que nos recuerda el suave tacto de unos labios trasnochados y, de pronto, uno se encuentra sumergido en las aguas sempiternas del tiempo, donde los rostros de antaño se desdibujan o se confunden con los de ahora, donde las amistades se incineran junto con todos los cigarrillos arrojados a las callejas del mundo, donde el amor, aunque muchas veces ido, permanece, porque siempre es el mismo, el propio. Entonces, caemos en cuenta de que no hemos desperdiciado el tiempo, pues lo hemos colmado de experiencias insólitas, promesas incumplidas, actos fallidos, fracasos hilarantes y vida, torpe, trastabillante y desquiciada vida.


Héctor A. Ortega, como buen adicto al peligro y absolutamente inconsciente de sus consecuencias, se zambulle en las turbias profundidades del pasado para pescar, armado únicamente con el arpón de su ingenio y desgarbada escritura, una docena de crónicas pestilentes, directas, bragadas y, de tan oscuras, luminosas. El autor nos entrega, sin edulcorantes ni falsos heroísmos, una paradójica colección de los más variados hedores que pueden destilarse de los tiempos ya idos. Así, encontramos entre las líneas de este libro, el primero de Héctor, olores que van desde el penetrante y empalagoso perfume del amor adolescente, hasta el tufo a garnachas y fritangas de las oficinas de gobierno; los penetrantes efluvios del trasporte público y las cantinas del bajo mundo, hasta la deliciosa emanación que proviene de la lencería de la vecina acomedida. No pueden faltar, porque así nos ha sucedido a todos o, por lo menos, a todos los canallas irredentos, la lúbrica emanación emergida del incienso y el sexo de ocasión en día de muertos, o la pestilente culpa que le sobreviene a las fechorías de la pubertad. En fin, que tiene entre sus manos, amable lector, un buen conjunto de relatos de lectura ágil y ligera, que lo remontarán a sus tiempos de escolapio con problemas de acné y actitud, lo llevarán sin pudor a su primer trabajo mal pagado, el cual desempeñaba con absoluta incompetencia, y a su primer matrimonio, sí, ese del que preferiría no guardar memoria alguna y que se encargó de arruinar tan eficazmente. Adéntrese, pues, sin reservas, a esta colección de textos sucios, mal portados y tremendamente divertidos.


Conozco a Ortega desde hace varios años, veinte para ser inexactos, y ya escribía recio, así que me sorprende mucho que este sea su primer libro, el primero de muchos, espero, pero igualmente me emociona que por fin, mi muy querido y entrañable amigo, se haya animado a publicar en solitario. Eso es de celebrarse, y en tiempos como estos, más. Siempre he dicho que la escritura no es para cobardes, así que no esperaba menos de mi amigo, pues si algo le conozco, es su ánimo, su cinismo y su arrojo a prueba de todo.


Enhorabuena, Héctor, por tu ópera prima, y muchas gracias por otorgarme el grandísimo honor de escribir esta breve presentación. Sólo nos resta disfrutar de tu obra, y brindar por la amistad y la vida.


R. Israel Miranda Salas

Iztapalapa, CDMX. 2021 *Prólogo del libro Crónicas pestilentes.


miércoles, 20 de enero de 2021

jueves, 14 de enero de 2021

Crónicas pestilentes. Día 5

Hoy se hizo oficial el lanzamiento de Crónicas pestilentes por parte de la Editorial Taller de Creación Literaria. Volumen 48 de la serie Libros de autor.

Mi felicidad radica en que me toca lanzar este material cobijado por R. Israel Miranda, personaje y humano a quien admiro y quiero como hermano; por José Luis Gutiérrez Rocha (mi querido maestro Pollo, como suelo llamarle en secreto) y Henry D. Luque con quien he tenido contacto virtual estrecho durante la pandemia.

La felicidad se construye con pequeños momentos d agasajo. Hoy es uno de ellos.


miércoles, 13 de enero de 2021

Bitácora de Mariana en las rocas. Día 4

Hoy la historia del libro Mariana en las rocas ha dado un giro radical. 

Bienvenido el libro Crónicas pestilentes.

(Es lo mismo, sólo cambió el nombre)



martes, 12 de enero de 2021

Bitácora de Mariana en las rocas. Día 3




"Esa tarde Mariana disfrutó más de su alcoholismo filmando un video que un futuro serviría como producto de promoción y que sería distribuido junto con las fotografías que le tomé con el fin de obtener clientes..."






Imagen: Twitter @BonnieClydeCB



lunes, 11 de enero de 2021

Bitácora de Mariana en las rocas. Día 2.


Hoy se aprobó la publicación de Mariana en las rocas por la editorial Taller de Creación Literaria, de la cual formo parte en su colección En el borde. Líneas y Versos para incitar, en los números VIII y IX. Hay que afinar muchos detalles, cosas técnicas que sólo saben los editores pero ya hay luz al final del túnel.


viernes, 1 de enero de 2021

Mariana en las rocas. Día 1

Escribí Mariana en las rocas (una historia verídica en un 90%) en el año 2001 y se publicó por vez primera dos años después en la revista electrónica Palabras Malditas. A partir de ese momento comencé a cazar y redactar historias, a veces con éxito y otras con muy mala estrella.

Han pasado veinte años y por fin decidí reunir algunos de esos relatos para copilar un libro que hace un momento le envié a mi editor R. Israel Miranda, a quien también conocí hace dos décadas. Él fue el primero en leer algunas de esas insípidas y maltrechas historias pues yo buscaba publicar en la revista Cráneo. Pero esa es otra historia. He dado el primer paso esperando que la idea resulte.

Comencé bien el 2021.