El año
comenzó y como se ha hecho costumbre en nuestra pobretona nación, una crisis económica
nació con el 2022. Sin embargo, eso no es impedimento para que millones
compatriotas se den un último gusto culinario y el próximo día 6 mantengan viva
una de las tradiciones más hermosas: el convivio para partir y repartir la
rosca de reyes.
Gustoso
de las tradiciones y gozoso de la comida de temporada, aunque ahora se
encuentre todo el año, decidí salir a buscar una rosca capaz de satisfacer mi
gula. Mi primera parada fue en la panadería de los ricos, nombrada así por los
vecinos de la colonia que hace años consideraron que el pan expedido en dicho
local era costeable únicamente para quienes gozaban de cierto nivel adquisitivo.
Si bien, con el tiempo y sabiendo que el negocio vislumbraba una muerte por
abandono, los dueños del lugar decidieron bajar el precio del pan sacrificando
la calidad de los insumos. Actualmente es la panadería más visitada de la
comarca, pero una rosca familiar de $380, con los ingredientes tradicionales y
sin un atractivo extra, invita a caminar un kilómetro más y buscar otras
opciones.
Ansioso me dirigí hasta la zona que alberga los centros comerciales. Parece que se ponen de acuerdo. Rosca individual entre $40 y $70. Las pequeñas que se fraccionan en cuatro porciones entre $120 y $180, las medianas en $200 y las grandes arriba de los $350. ¿Qué privilegio tiene una rosca de reyes para tener ese costo? La inflación, me respondo de rebote. La temporada, corrijo para no sentirme un analista mamón de redes sociales y con ello agriar mi paseo.
Reparo que
me encuentro cerca de dos panificadores de moda entre la pelagatancia
aspiracional. Llego a la del Elefantito y por poco y muero de un infarto al
miocardio. Pero en la restitución de mis signos vitales, observo que no soy el
único sorprendido. Salí del lugar estudiando los rostros de las personas que,
en un afán por distraer a las señoritas demostradoras, justificaban su visita
al lugar con un amable: “vengo por bolillos”. Pasos más adelante y aún con la
risa contenida, entré a la competencia. De otra era. Ahí no podía esperar más
que poses y roscas que definitivamente compraría si careciera de neuronas. Sus innovaciones
se limitan a ofrecer panes rellenos de nata y conejitos de chocolate. ¡Qué ingenio!
¿Ofrecerán una dosis de insulina en la compra de la rosca? ¡Ni pensarlo!
Sintiendo
el fracaso en cada paso y pensando que lo mejor será sustituir la rosca anual
por un par de conchas de chocolate, llevo mis despojos hacia mi hogar. En el
camino veo una panificadora pequeña, de esas que hasta hace unos años
llamábamos de chinos, pero que los años trajeron nuevamente a manos de una
familia mexicana. En la vitrina se exhiben roscas de tres tamaños. El aroma
invita a preguntar que ofrecen a cambio de los billetes de mi cartera. Tras
recibir una pruebita, tradición que también se ha perdido con el pasar del
tiempo, merco una tamaño familiar.
Dispuesto
a comer un gran trozo acompañado de una taza de chocolate caliente, recuerdo
que apenas es 3 de enero y que no he escrito mi carta a los santos reyes. Eso
si es un sacrilegio. Abandono mi intención y me siento frente a la computadora:
¨Queridos
Reyes Magos…”
Entonces recuerdo
que no pensé en las deliciosas aberraciones de la rosca de tacos, la rosca de
tortas y mi preferida: la chicharrosca de chicharrón norteño. Pero ahora tengo
una encomienda importante y dejaré ese importante análisis socio-gastronómico para
el siguiente año.
Nota
final: Por favor, no compren roscas de más de quinientos pesos. No sean
mamones.