sábado, 16 de mayo de 2020

Escapar

"La soledad es peligrosa. Es adictiva.
Una vez que te das cuenta cuánta paz hay en ella,
no quieres lidiar con la gente."

Carl Jung 

Extrañar es una de las primeras formas de soledad. No importa con quién estés, no importa qué se diga, no importa cuánta gente te rodee. Extrañar a alguien te deja inevitablemente solo.

Comencé a sentir un desgano brutal que derivó en un sueño pesado. Supuse que era la consecuencia de más de cuarenta días de encierro, presiones laborales, familiares, económicas y del corazón. Pensé que era algo transitorio. La cuarentena cambió mis hábitos principalmente del sueño y alimenticios, así que decidí dormir un poco. Tal vez un par de horas. Me fui a la cama el domingo pasado el medio día y al abrir los ojos estaba por caer la noche del martes. Supe que algo estaba mal y era urgente atenderlo. Concluí ir a la clinica. En el trayecto reí por la ironia de estos tiempos: uno trata de cuidarse al máximo y al final por propia voluntad, decide caminar a uno de los principales epicentros de contagio con tal de estar mejor.

Entré a la clínica sin mayor protocolo que ponerme gel antibacterial en las manos. Afuera, en la banqueta, la gente comenzaba a resguardarse del frío. Unos fumaban pero la mayoría tomaba alguna bebida para aclimatarse. Nadie charlaba. El guardia de la entrada preguntó si llevaba fiebre, tos, gripa o dolor de cuerpo. Lo hizo volteando hacia la calle, jamás puso la mirada en mí. En realidad muero de sueño, bromee. ¿Dolor de cabeza?, preguntó. Sólo mucho sueño. Me puse serio. El guardia habló por el radio y minutos después apareció un enfermero ataviado con uniforme quirúrgico, gogles, cubre bocas y careta. Me tomó la temperatura con un disparo invisible y tras revisar el resultado me ofreció un cubre bocas antes de conducirme al área de urgencias. Había tres personas. Uno se veía mal. La distancia social me impidió siquiera acercarme a ofrecerle apoyo. Todo lo hacía el enfermero. Minutos después una mujer entró a la sala de espera. Sollozaba. Tomó su lugar junto a mí y de inmediato el enfermero le pidió retirárse indicándole donde se podía acomodar. Las sillas estaban marcadas para dicho efecto. Nuestros turnos llevaban intervalos de 40 minutos entre sí. Lo de la mujer era apendicitis. El señor que tenía el turno antes y yo, acordamos cederle el lugar. Volví a quedar al final. No hay problema, lo mío es sólo sueño.

El algún momento los latidos de mi corazón se aceleraron. Podía sentir la vibración en mi pecho, incluso escucharlo. Apareció un dolor de cabeza que me pidió salir de ahí y regresar a casa. En ese momento se asomó el enfermero para indicarme que pasara. Mientras me pesaba y tomaba la presión arterial, la doctora comía papitas y escuchaba una canción horrible. Cuando el enfermero indicó la presión, la doctora se levantó de su silla y de inmediato me pidió acomodarme en la camilla. Repitieron el procedimiento una, dos o tres veces más. El dolor de cabeza se hizo más intenso y la taquicardía me asustó por primera vez.

- ¿Viene acompañado?
- ¡No!
- ¿Tiene forma de comunicarse con un familiar?
- Si...
- Avise que se va a quedar internado.

*   *   *

Han pasado cinco días y me urge salir de este encierro. Llevo un día completo sin hablar con cualquier persona, un crimen para mí que siempre tengo algo que decir. Me he visto obligado a compartir el espacio con tres policías, una mujer en trabajo de parto, un aciano que deseaba morir, una jovencita intoxicada, un joven con diarrea, otro con vómito, una anciana con las venas de las piernas reventadas, un hombre con un rozón de bala, una niña con una clavícula safada y su madre. Me estoy acostumbrando a la sangre, al aroma del vómito y los orines de los otros enfermos. A lo que no me puedo acostumbrar es a la soledad. Cada cual llegó con sus preocupaciones y pocos han tenido ganas de hablar. Tal vez lo hice un rato con uno de los jóvenes pero nuestros temas fueron tan dispares que él prefirió sacar el celular para jugar. La jovencita intoxicada ocupó su estancia para hacer video llamadas en las que contó decenas de veces una versión diferente de su accidente. Una hazaña para ella. Un intento fallido de suicidio para mí. Nunca cruzamos palabra.

A estas alturas han desaparecido las taquicardias y el dolor de cabeza. La doctora dijo que pude sufrir un infarto. No me puedo ir hasta estabilizar la presión que sencillamente no cede. ¿Hay algo que le preocupe, que no lo deje estar en tranquilo? Ni siquiera pude responderle cuando ella me dio la solución: no piense, procure calamarse. Si se relaja se va. ¿Acaso no han pensado que estar encerrado provoca que mi cerebro trabaje en escenarios que tal vez estén ocurriendo allá afuera? Pienso en todo pero desde aquí no puedo hacer absolutamente nada. Hoy tuve ganas de llorar pero no lo hice. He decidido no hacerlo. No vale la pena. Comienza a subirse de nuevo la presión. Otra vez me administran ansiolíticos.

*   *  *

Sexto día de aislamiento. Por fin me dieron una camilla. Cuando apenas comenzaba a disfrutarla me tuvieron que bajar para dársela a alguien que la necesitaba más que yo. Me duele la espalda y la cabeza. Necesito salir ya.

Un día después pedí hablar con la doctora y le solicité mi alta de manera voluntaria. Aceptó a cambio de prometerle que no voy a regresar al siguiente día clamando atención. Es su responsabilidad, dijo. Es un trato, respondí. Una hora después camino rumbo a mi casa. Me siento muy triste y tengo ganas de un abrazo. Corrijo: tengo ganas de abrazarla. Hoy se cumple una semana que no sé nada de ella y en mi cabeza hay una revoltura de pensamientos. Me detengo bajo una jardinera y decido llorar.

Llegó a casa sonriente, haciendo bromas respecto a mi reaparición. Reviví, digo, y busco el cargador de mi teléfono. Lo enciendo y espero paciente mientras aprovecho para buscar algo de comer. Deseo encontrar un mensaje de ella, pero a pesar de que mi teléfono se vuelve loco recibiendo notificaciones, ninguna me hace sentir feliz. Me desintereso y aborto la misión de comer. Estoy vacío. Pido pormenores de lo ocurrido en mi ausencia y mientras escucho los detalles pienso en lo horrible que es sentirse solo, lejos de la persona con la que deseas estar. Extrañar es una forma de quedarse solo, de morirse lentamente. Decido retirarme a mi habitación y tumbarme en mi cama a tratar de no pensar. Creo que me quedaré aquí encerrado unos días, de todos modos allá fuera no existe quien pueda aliviar el vacio que siento.

*   *   *

Escribo este texto luego de cuatro dias de encierro en mi habitación. No tengo ganas de salir. Aquí me siento bien rodeado de discos y libros, de una computadora y un televisor. He comenzado a platicar por teléfono con mis amigos, con mi familia y con ella. No le he dicho a nadie pero he tomado la decidión de aislarme nuevamente, algo que era común en mí hace apenas unos meses. Hoy comprendo que esta soledad es mi naturaleza, me gusta y no la quiero cambiar. Mi presión arterial es traicionera. Leí algunos artículos médicos y dicen que eso me puede matar, pero insisto: no hay peor muerte que extrañar a quien amas y saber que yo la abandoné de mil maneras. Ella lo hizo de una sola.

El martes tengo que regresar a la clínica a hacerme la prueba del covid. ¡Maldita sea! Sólo quiero dormir.

lunes, 4 de mayo de 2020

Ironías de la cuarentena

Escucho Reactor. Desde antes de comenzar la contingencia dejé de escuchar esa estación. Extraño al Warpig. Para ser franco él era lo único que me mantenía fiel a la estación. Él Y Clauzzen. Pero desde que War salió yo abandoné la estación.

Escucho un programa donde programan a C-Kan. Acto seguido los locutores comienzan a hablar de la sana distancia, del 10 de mayo y de las visitas a los familiares. "Es extraño que ahora para demostrarle a alguien que lo amas tengas que mantenerte lejos. Si realmente amas a alguien no vayas a verlo, mantente lejos". Qué ironía.

Justo en eso pienso y me invade la tristeza. Ella no lo entendió. Primero se trataba de cuidarme yo, que hace años ya tuve un infarto pulmonar y mi organismo no está para andar averiguando si el Covid-19 existe o no. Luego se trataba de cuidar a los que me rodean diariamente. También se trataba de cuidarla a ella. De no exponer a nadie. Y sin embargo, no lo entendió.

La distancia terminó por liquidarnos.

Hoy sólo sé que mi amor es extraño, tal vez es raro e incluso feo, pero es genuino. Eso no me ayudó. Pero cuando menos por mí, sé que ella puede estar bien. Porque la amo y porque fue mi decisión mantenerme lejos. La recomendación que hacen todos es lo que a mí me liquidó. Ojalá un día lo entienda.

domingo, 3 de mayo de 2020

Día del albañil

Esta vez no hubo cohetones que me despertaran. Tampoco hubo procesiones a la iglesia. Es 3 de mayo, día de la Santa Cruz. Día del albañil, dicen. En el lugar donde vivo hay muchas obras a medias. Pero no hay fiesta. A diferencia de otros años la ausencia de albañiles nos privó de los festejos que liberan aromas, sonidos y buenas vibras. Esta vez el ambiente no se invade con el olor a menudo, a carne asada, a cebollitas y nopaes asados. Lo peor es que ni siquiera hay tianguis. Por vez primera en muchos años el que se pone los domingos apenas tiene unos cuantos puestos. Sólo los que ofertan frutas, verduras, pollo, carne y pescado. Pero no son todos. Por ahí hay dos puestos, uno donde se ofrece huevo a precio que resulta atracitivo y otro donde hay abarrotes. Todo lo robado, se atreve a decir una señora mientras las personas la observan. En estos momentos no creo que haya muchas personas que se atrevan a reflexionar de la procendencia de los productos de la canasta básica cuando los precios se han elevado notablemente. Llegamos al puesto de chicharrón y encontramos una fila de más de 30 personas. La señora comienza a contar a las personas y dice que no alcanzará para todos, que ya no tiene salsas y que la comida preparada se terminó hace un par de horas. Resistimos estoicos bajo el sol a que nos toque pasar. Compramos lo habitual y pagamos cuarenta pesos más. Sabemos que la señora se está hinchando los bolsillos. Nadie reclama. Extraño el barril de tepache y el puesto de tacos de moronga. Salimos avantes de la misión de comprar algo de comida.

Para ser 3 de mayo todo está muy triste. No se escuchan los tradicionales festejos, ni nada que indique que es un día de fiesta. Al pasar frente a la tienda un hombre le grita a otro que espera en una motocicleta que las caguamas están e 65 pesos. El otro hombre saca un par de billetes y completa el faltante. ¡Vaya día del albañil! Sin carne asada, sin chicharrón, sin longaniza y sin cervezas. Este día es una total ironía.

sábado, 2 de mayo de 2020

Estoy hasta la madre

El Nivel era la cantina por tradición. Cuenta la leyenda que tenía la licencia número 0001 para vender bebidas embriagantes en la ciudad. La conocí cuando Conaculta patrocinaba a un grupo de perdedores desconocidos que jugabamos a ser escritores. Ahora que lo pienso, ninguno éramos (ni somos aún) compadres de algún funcionario del Consejo y aún así mantuvimos la beca un par de años. También pienso que varios de los asiduos a beber Montejos y comer papitas rancias, ya publicaron más de una vez en las grandes ligas mientras yo sigo tecleando textos para antologías de ocasión. El lugar se llamaba El Nivel porque a unos metros se encuentra un monolito que -dicen- medía el nivel del agua de lluvia acumuluda en los tiempos en que la ciudad se anegaba a la primer llovizna. Está a un lado de Catedral por si gustan husmear.

Expulsados, caímos en El Salón Corona. El original. Famoso por sus chiles y zanahorías en vinagre y por las tortas de pierna. El problema es que ese lugar se encuentra atestado de personas que creen que escriben y muy pronto, ante la incomodidad que eso provoca, decidimos huir a La Mascota cuya botana es rica y abundante. El problema de La Mascota es que siempre llegan remedos de los Beatles con sus mismas canciones, sus mismos chistes de banqueta y eso termina por fastidiar. Entonces nos mudamos al Dos Naciones. Ahí, después de un tiempo y varias billeteras en ruina, nos ganamos el derecho a pedir privacidad en el segundo piso, donde la rocola era nuestra. La botana era casi excelsa aunque en raciones mínimas. También, poco a poco, fuimos ganando nuestro derecho a recibir un poco más de comida gracias a las propinas. Desafortunadamente el sitio cerró y con ello las ganas de seguir buscando piqueras en el centro de la ciudad.

Yo me desafané y me vine a mis rumbos. El Forastero me recibió con los brazos abiertos mientras que los parroquianos, nomás de verme la jeta, me hicieron acreedor a un par de madrizas sin que me atreviera a preguntar por qué. En el baño conocí a la Thalis quien me reclamó que la salpicara mientras ella se afanaba en el miembro de un judicial que estaba hasta la madre de perico. Me disculpé y antes de salir le ofrecí un trago en desagravio. La Thalis llegó minutos después y pidió un Alfonso XIII que me cobraron al doble por ser para ella. No reclamé.
Mis siguientes visitas al Forastero fueron más cordiales. Para evitar peleas me centré en un ritual: saludar a Konan (el de la puerta), subir la escalera y de inmediato apearme en la barra sin dirigirle la mirada a ninguno de los parroquinaos mientras pedía mi cerveza oscura de rigor antes de atreverme a preguntar por la Thalis quien ya sabía que de menos se iba a tomar dos Alfonso XIII a mi salud mientras me platica de sus fracasos amorosos, sus nuevas conquistas y las ganas de encontrar a alguien que la quisiera bonito mientras me acaricia la barba.

Un día me enteré que ella es la dueña del tugurio. ¡Qué cabrona! Entonces entendí por qué los cacahuates eran menos rancios y la "patita" más abundante. Dejé de pagar los Alfonso XIII y a consumir más cervezas. Comenzaba a sentirme de nuevo parte de una cantina cuando llegó la pandemia. El Forastero fue de los primeros lugares en cerrar por estar cerca del Palacio Municipal. Ni siquiera hice el intento por buscar otro tugurio y me vine a refugiar a mi casa donde abastecí la hielera y compré bolsas enormes de palomitas, cacahuates y chicharrones. También adapté el teléfono a la bocina y a menudo pongo canciones de Jose Alfredo que inevitablemente me hacen llorar. Me hacen falta los camaradas, su charla, sus impertinencias. Me hacen falta de vez en cuando unos labios amargos dispuestos a mentir a veces con besos, otras con palabras.

Hoy se cumplen cuarenta días de encierro. Ni las tiendas ni los oxxos tienen cerveza y yo agoté las reservas. Ya estoy hasta la made de cenar frijoles con huevo y café y de ver por enésima vez los capítulos de la última temporada de Dr. House.

*Texto para el programa de radio por internet de Melchor López que se transmitirá hoy 2 de mayo y cuya temática son Las Cantinas.

viernes, 1 de mayo de 2020

Play list

Ahora que no cree en mis palabras estoy haciendo una lista de canciones para ella. 

Me sé muchas y aún son más las que me recuerdan lo que representa en mi vida.

Creo que tengo que escribirlas en papel.