martes, 3 de agosto de 2021

Miedo

 

Busca entre docenas de hojas mientras yo intento descifrar su mirada. Su expresión es compleja, aunque las arrugas que coronan sus ojos y cortan su frente me hacen pensar en miles de noticias que posiblemente han salido de su boca para alivio o desgracia de quienes se ven obligados a desfilar frente a ella. Reparo en mi corazón. Palpita acelerado. Si contengo la respiración, mi corazón parece detenerse. Juego con esa sensación un par de veces. El sudor que brota de mi cabeza resbala por mi frente. Siento algunas gotas que caen pesadamente. No hace calor, al contrario, el clima dentro del consultorio es tan frío como la sensación que me nace en la nuca y me invade la espalda.

He vivido esta escena antes. ¿Seis veces? Nueve, me corrijo mientras hago un recuento de las personas que me han recomendado un médico muy bueno. “Cobra caro, pero es muy bueno”, advierten para malestar de mi bolsillo que cada vez que escucha esa frase exige que esta vez el médico sea sincero y reconozca su incapacidad de descifrar lo que ve en el historial médico. A cambio, me he acostumbrado a que formulen posibilidades cuyos porcentajes de exactitud aumentan o disminuyen en la medida que mi cuenta de ahorros se extingue. Pero aquí estoy de nuevo, estoico, con la respiración contenida una vez más.

 

Conozco otra escena que también he vivido nueve ocasiones anteriores: la persona que se encuentra frente a mí y que ostenta una especialidad en alguna área médica, se echa para atrás, llena sus pulmones de aire, lo contiene, resopla dramáticamente y tras un silencio breve que a mí me parece de mil años, comienza un sermón lleno de incertidumbre. Es en ese momento que mi mente se convierte en una cámara de luz blanca que ofusca todo pensamiento.

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“Estás muy flaco”, escucho por enésima ocasión. Últimamente me he vuelto partidario del silencio de las personas frente a lo evidente. Si vas a decir lo que el otro ya sabe, calla. Hay cosas que a nadie le gusta escuchar y la razón es simple: todo comentario obliga a una explicación y a veces, a los aludidos, no les apetece explicar. Así que aprende una regla: frente a lo evidente, calla. ¨La dieta”, respondo mientras esbozo una sonrisa que me sale muy bien. Con ella he aprendido a evadir toda posible realidad.

Pero es cierto, en los últimos meses he reparado en un repentino adelgazamiento que me hizo bajar más de veinte kilos. Lo anterior, sumado al cansancio y a las imperiosas ganas de dormir, me llevaron a realizar estudios básicos que no arrojaron lo que en estos casos es evidente para alguien cuya dieta y hábitos sedentarios son terribles.

Nadie, en cambio, sabe que mi cuerpo lleva experimentando fiebres repentinas y dolor de huesos que, con el paso del tiempo, me impiden siquiera cambiar de posición al dormir. Le confié eso a quienes inicialmente se mostraron interesados en ayudarme y al final terminé por arrepentirme. Los humanos gozamos de una confianza que nos lega una supina autoridad para emitir juicios que otros tenemos que atender como diagnósticos. Si alguien sabe lo que es el dolor de huesos podría también entender que las frases de dominio popular no alivian, al contrario, fatigan.

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Por novena ocasión salgo del consultorio con más pesar que alivio. Hago cálculos acerca de los gastos y del tiempo que me llevó ahorrar la cantidad de dinero que estoy por gastar. Podría invertirlo en un viaje o un carro nuevo.

Pensar en una enfermedad es un obstáculo que paraliza. No importa que la vida te ponga distractores, los escenarios pasan por tu mente de forma continua mientras las posibilidades para un final feliz se ven opacadas por un final fatídico. Casi nadie quiere morirse. Todos, al final, poseemos un instinto de supervivencia que nos orilla a buscar el origen de lo que nos está afectando. Si la situación se agrava hay quien peleará. Si alguien decide rendirse cuando menos estará satisfecho de saber qué es lo que va a matarlo.

Pienso en eso mientras observo a un grupo de jóvenes que se divierten con el agua sucia de una fuente. Algunos de ellos seguramente presentarán sarpullido en algunas horas. Otros tendrán fiebre y diarrea. La mayoría seguramente fortalecerá su sistema inmunológico y ya tendrá tiempo de burlarse de quienes no tuvieron mejor suerte. Pienso en lo que aqueja a mi cuerpo mientras intento ponerme de pie para continuar mi camino.

La doctora fue muy clara y ni siquiera me atrevo a pronunciar las seis letras de su diagnóstico como si con ello bastara para alejar su mal agüero. Una sensación de frío que me nace en la nuca y se riega por toda la espalda como si se tratara de un latigazo eléctrico, me invade. Es el miedo y así lo manifiesta mi cuerpo como una forma de resistencia a lo que acabo de escuchar.

Un par de lagrimones me resbalan por las mejillas, pero tengo esperanzas. “Hay gente que está peor que yo”, pienso mientras decido que no hablaré de esto con nadie. Será lo mejor.