viernes, 26 de junio de 2020

Yo la contagié

Un movimiento inusual rompe el silencio en la casa de Ángel. Es viernes por la madrugada. Repentinamente Ramira, su madre, presenta dificultades para respirar. Él nunca ha tenido claro qué se debe hacer en ese caso y lo único que se le ocurre es pedirle a su esposa que le llame a alguien. Ese alguien no es un destinatario concreto. Su esposa se limita a llamar a sus cuñados para que se trasladen a su casa de inmediato. Mientras eso ocurre, Ángel intenta reanimar a su mamá distrayéndola, hablando con ella, echándole aire con un abanico pero la mujer hiperventila y con desesperación busca auxilio con la mirada.

Ramira llegó a casa de Ángel quince días atrás. Su hijo trataba de resguardarla luego de que Maritza, su hermana, dio positivo a la prueba de SARS CoV2. Él y el resto de sus hermanos desconocen la forma en que Martiza contrajo el virus. En tanto transcurría el aislamiento decidieron que lo mejor era que la señora se mantuviera lejos.

Todo parecía estar bien. Ramira se mostraba con buen ánimo y su rutina diaria estaba limitada a ver telenovelas, tejer y salir al jardín a arreglar las escasas plantas que su nuera mantiene con vida. Los planes de la mujer de 75 años aún eran prolijos: ahorrar para pagar algunas deudas importantes que su esposo dejó antes de morir y con el sobrante, hacer una ampliación a su casa. A diferencia de su yerno y su hija, ella se dio cuenta que sus nietos estaban creciendo y pronto necesitarían un espacio propio. También quería viajar. Su deseo era regresar a Acapulco sólo para descansar. Tirarse todo el día bajo una palapa y esperar la puesta del sol.

Sin embargo, ella misma puso en duda sus planes cuando se enteró que Maritza había dado positivo al coronavirus. Sus hijos trataron de tranquilizarla, de hacerle ver que era urgente que abandonara su casa. "Serán cuatro o cinco semanas en lo que mi hermana se repone", le dijo Ángel la tarde en que Ramira se vio orillada a empacar sus cosas y abandonar por primera vez la casa que su esposo compró para ella y su familia.

"Es verdad, mi mamá nunca había dejado su casa tanto tiempo. Las vacaciones más largas que tomó en toda su vida fueron de una semana. Decía que estar lejos la desesperaba, la hacía sentir mal y se quería regresar". Ángel se queda en silencio hasta que repara en que el cigarro que tiene entre los dedos se consume inútilmente. Suspira, me observa y da una calada. Sus ojos se contienen las lágrimas. Es cuestión de segundos para que se le desparramen.

"El martes comenzó con una gripita. La verdad no le dimos mucha importancia. El clima cambió días antes y había estado lloviendo. Ella tampoco nos dijo que se sintiera mal. Se limitó a prepararse un té con plantitas y a cuidarse. No se levantaba. Decía que era para no arriesgarse porque no se quería enfermar. Sólo se levantaba a desayunar y a comer, la cena se la llevábamos a la recámara". Ángel comienza a llorar mientras recuerda que su madre estuvo inquieta la tarde del jueves. "No lo expresaba pero sabíamos que se sentía mal. Esa noche antes de irse a dormir platicamos un rato, me dijo que pasara lo que pasara ella se regresaría a su casa la siguiente semana porque mi hermana también le preocupaba. Le dije que si. Ya encontraría yo la forma de organizarme con mis hermanos para convencerla de que se quedara cuando menos una semana más".

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El teléfono de Julio, el esposo de Maritza, sonó pasadas las tres de la mañana. Desconcertado abrió los ojos y observó que era la cuarta llamada que recibía. El teléfono volvió a sonar. Respondió. La noticia que escuchó lo dejó helado. Durante algunos minutos pensó la mejor forma de darle la noticia a su esposa. Pensar en una mejor forma de anunciar una muerte resultaba ridículo. Como va.

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Cuando los hermanos de Ángel llegaron a su casa éste los recibió desesperado. Su madre acababa de morir. Todos ingresaron a la habitación donde Ramira parecía dormida. Aún se podía atisbar el amoratamiento de sus labios. Su rostro ya era de calma. Durante varios minutos lloraron en torno al cadáver sin reparar en lo que estaba pasando. En torno a la muerte, el dolor siempre nubla la razón.

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Maritza despertó aturdida. Su esposo, a través de un mensaje de Whatsapp, le pidió que abriera la puerta. Supo que algo no andaba bien. Julio, al verla trato de contener el llanto pero fracasó. "Yo la contagié", dijo Maritza imaginando lo peor. Su esposo la observó a menos de un metro de distancia y ella no pudo contenerse para buscar un abrazo que su esposo no evitó. Durante varios minutos lloraron abrazados y cuando se repusieron, él le pidió quedarse en la recámara y no alarmar a los niños. Apenas cerró la puerta, Julio comenzó a limpiar con un trapo empapado con cloro. Ahí mismo se desnudó y se metió a bañar. Mojó su ropa con el agua de la regadera y se apresuró antes de que los niños notaran su ausencia.

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La causa de muerte de Ramira fue un paro respiratorio. Gracias a eso sus hijos pudieron organizarle un velorio sencillo al que muy poca gente asistió. La situación no se prestó para que su despedida fuera concurrida, sin embargo, gozó de un privilegio que no todas los muertos pueden gozar en estos tiempos: ser despedidos.

Maritza no pudo asistir a despedir a su madre.

viernes, 19 de junio de 2020

Ya está aquí

Mientras en el noticiario se ofrecen cifras alarmantes acerca de personas fallecidas por el coronavirus, Maritza fija su mirada en el reloj. Faltan diez minutos para las nueve. Se incorpora con dificultad y se acomoda la ropa. Observa el cubre boca que está sobre el buró y tras revisarlo detalladamente concluye que es urgente cambiarlo. De inmediato procede a colocárselo siguiendo las instrucciones que aprendió en un video de Youtube. Se acomoda la ropa, se calza unos tenis viejos y se dirige hacia la puerta. Toca tres veces. Del otro lado se escucha la voz de su hija, que llena de júbilo, avisa que su mamá ya despertó. La niña se acerca a la puerta y le pregunta cómo está, cómo se siente. Maritza responde que está bien, que se siente mejor. Le indica a la niña que no se acerque, que se aleje. Mientras espera la llegada de su esposo, se coloca unos guantes de látex y una mascarilla hecha con acetato. Escucha la voz de su hijo que del otro lado la saluda. Ella le responde diciéndole que lo quiere mucho. Luego escucha los pasos de su esposo. "Parecen los de un gigante", piensa. El picaporte gira y Maritza en un impulso reflejo, se retira dos pasos atrás.

Julio realiza todo un ritual antes de empujar la puerta: rocía un líquido sanitizante y limpia con una franela impregnada en cloro. El hombre porta guantes de látex, mascarilla de acetato, cubre boca y un mandil que ocupa sólo cuando realiza ese ritual. Posteriormente, acerca una charola con diversos trastes repletos de comida y un par de botellas con agua. En la charola van algunos medicamentos y tabletas de vitamina C, así como una botellita con jugo de mango. También acerca un par de cubetas con agua para la ropa y el aseo de su esposa. Finalmente, coloca un cómodo limpio en el suelo que desliza con el pie hacia el interior de la habitación. A cambio, él recibe otra charola con los trastes sucios del día anterior, una bolsa negra con la basura y otras dos cubetas con ropa. También retira el cómodo usado por su esposa.

Todo este ritual comenzó desde que Maritza dio positivo a la prueba de SARS CoV2. El médico que la atendió le indicó que no requería hospitalización pues podía respirar sin dificultad y que por su condición no se iba a agravar. Sin embargo, al ser portadora del virus el riesgo de contagiar a decenas de personas era alto. Era urgente mostrar prudencia.

La casa de Maritza y Julio es pequeña. Apenas tres habitaciones, un baño, cocina y sala comedor. Además de ellos y sus hijos, viven en la misma casa la madre y el hermano de Maritza. El médico les sugirió un espacio especial para ella y cuidados exagerados. "Es de vida o muerte para todos los que estén cerca", reiteró. El Dr. Castillo, sin embargo, no ofreció más sugerencias o un protocolo a seguir. Desde ese día ellos improvisaron todos los cuidados apoyados en consejos de la familia y vídeos que vieron en la red.

Una de las primeras decisiones fue mudar a la madre de Maritza con otro de sus hijos mientras que el hermano que vive con ellos optó por alojarse con su ex esposa, aunque nunca le explicó los motivos para no alarmarla. Posteriormente avisaron al resto de la familia y les pidieron mantenerse al pendiente de cualquier síntoma pues si bien Maritza no los visitaba en sus casas, ellos sí acudían a menudo a la de ella. "De entrada por salida, pero venían", dice Julio a sus familiares mientras les explica por teléfono que tendrá que abandonar el trabajo cuando menos tres semanas para dedicarse al cuidado de su esposa y la atención de sus hijos.

Maritza tiene como únicas distracciones una pantalla y su teléfono celular. Más de la mitad del día la pasa platicando vía Messenger o Whatsapp con sus familiares y amigos. Trata de no alarmarlos aunque sus familiares no piensan lo mismo y normalmente las charlas giran en torno a sucesos que conocen de segunda o tercera mano y que concluyen en la muerte de alguna persona. Ella desearía que hablaran de otra cosa y ahora evade cualquier charla relacionada con casos de covid. "¿Para qué enterarme de lo que les pasó a otros si yo lo estoy viviendo y nadie me lo tiene que platicar?" Cuando intuyo que mis preguntas la ponen de malas hago pausas para preguntarle si lee o escucha música. Me dice que no le gusta leer en el teléfono porque se le cansa rápido la vista. "Escucho canciones en el desayuno, la comida y la cena. A veces antes de dormir."

Maritza me confiesa que sus días de encierro transcurren pensando una cosa: ¿cómo se contagió? Nunca le tuvo miedo al virus y si bien, no tuvo medidas de precaución extremas, salía de su casa sólo a lo indispensable y usaba un cubre boca. "Reconozco que ocasionalmente me lo quitaba porque me costaba trabajo respirar pero era sólo si iba a la tienda, a la carnicería o la tortillería. A veces salía sólo dos o tres veces a la semana, por eso es mi duda".

En mi cabeza ronda una hipótesis pero ella se me adelanta: "todos me han dicho que mi esposo pudo haber traído el virus pues él diario sale a trabajar y anda en transporte, pero no lo creo. Si así fuera mis hijos y mi madre también estarían contagiados y ellos están  muy sanos. Creo que mis hermanos me lo dicen sólo para meterme tirria". También desecha la idea de que su hermano la haya contagiado pues él prácticamente sólo llegaba a la casa a dormir. "No lo veía ni cuando se iba, ni cuando regresaba. Sólo los sábados y domingos. Pero él también está sano".

"El encierro es muy feo pero es peor cuando estás obligada a hacerlo", dice mientras piensa en todo lo que desea haber hecho antes de que supiera de su enfermedad. "Ahora sí deseo un abrazo y un beso de mis hijos y de mi esposo. Tengo ganas de sentarme en la banca del patio a platicar con mi mamá. Deseo salir a comprar la comida y regresar a casa a prepararla. Quiero hacer todo eso que normalmente nos hace renegar".

Al momento de esta charla, Maritza lleva diez días de encierro y las cifras de infectados y fallecidos son la carroña diaria para el sensacionalismo de los medios de comunicación y los detractores del actual gobierno. Y mientras se desarrolla una lucha estúpida entre ciudadanos a través de redes sociales por encontrar un culpable, asumiéndose como expertos en pandemias, el virus que ha detenido al mundo ya esta aquí y mora en nuestras casas o en las de nuestros vecinos.


martes, 9 de junio de 2020

Grita

Nunca conecté con Jarabe de Palo. No me juzguen. Sólo me pasó que por aquel tiempo todos los escuchaban y a mí sencillamente, me fastidiaron. Pero alguna ocasión sí los escuché con atención. Fue en 1999 cuando recién había nacido mi hija y yo era un padre temeroso de mis nuevas responsabilidades y buscaba huir de su llanto desesperado a la menor provocación.

Por aquellos días se vivía una euforia por los reencuentros, tal vez por miedo a que el mundo se acabara en los primeros instantes del año 2000 y jamás volviéramos a vernos. Nosotros fraguábamos un reencuentro con los ex compañeros de la primaria y constantemente acudíamos a reuniones que parecían negociaciones políticas en las que discutíamos asuntos sin importancia durante horas, unas veces mediando a veces cervezas, otras café.

¡Total! En aquella ocasión Edmon y yo llegamos a casa de Indra. Esperábamos a alguien más, tal vez al Güero o a Marlene. Mientras tanto Indra, anfitriona atenta, nos preparó café y puso música en el reproductor que tenía en su cocina. Era Jarabe de Palo. Edmon enseguida pidió adelantar el CD hasta La Flaca. ¡No mamar! Repitieron la canción como diez veces antes de que se les olvidara y por fin pudiera continuar Grita. Esa canción me gustó mucho. Como repararon en que no habían repetido La Flaca, lo volvieron a hacer otras tantas veces como tazas de café nos bebimos. Cuando pasamos a las cervezas pude escuchar detenidamente Grita, dos o tres veces. Amé esa canción. 

Hace unas horas despertamos con la noticia de la muerte de Pau. De pronto las redes sociales se inundaron con canciones de Jarabe de Palo e imágenes despidiendo a Pau Donés. Los entiendo, todos tenemos un ídolo que se va y nos duele tanto como la muerte de un ser amado. Minutos después tuve la oportunidad de charlar con mi amiga Lorena y llorar un poco en su hombro, como ocurre últimamente. Ella sabe como levantarme cuando más podrido me encuentro. Lo hizo esta vez y minutos más tarde me dedicó Grita sin que durante nuestra charla tocáramos el tema de la muerte de Donés. Lo hizo así, sin saberlo, sencillamente porque a ella sí le pegó esa muerte y porque mi charla fue un buen pretexto para regalar esa canción. Me sentí especial. No he dejado de escucharla pues al final aunque mi mundo en estas dos semanas se haya venido abajo, sé que pronto todo pasará "y aquí estamos para eso, pa' lo bueno y pa' lo malo. Llora ahora y ríe luego."


Descanza en paz, Pau Donés.

lunes, 8 de junio de 2020

Este va a ser nuestro año

Durante los primeros segundos del año 2020, Juan no supo si echarse las doce uvas a la boca, triturarlas apresuradamente y tragarlas, o beber de golpe el vaso de sidra que previamente le sirvió su hermano para realizar un brindis. Sin embargo, cuando repiqueteó la primera campanada, su única reacción fue cargar a su pequeña hija y abrazar a su esposa. "Este va a ser nuestro año, gorda. Este va a ser nuestro año." El mantra fue repetido durante casi sesenta segundos y sellado con un beso antes de que cada uno fuera a abrazar al resto de sus familiares. Aquella madrugada transcurrió entre tragos, comida, baile y canciones que fueron coreadas en un improvisado karaoke.

Dieciocho días después, Juan fue despedido de su trabajo y con ello vino la primera sacudida. Recibió un finiquito generoso. Con el cheque extendido sobre la cama, Juan y Estela pasaron varias horas buscando la mejor forma de invertirlo. Decidieron, al cabo de mucho pensarlo, dar el enganche para adquirir un automóvil y meterlo a trabajar como Uber. Siguieron todo el procedimiento para la compra del vehículo y para darse de alta como socio conductor. Todo parecía marchar bien hasta que Juan fue notificado que no había pasado la prueba de confianza. Nunca quedó clara dicha situación pero eso no los desanimó. Al final decidieron meter el automóvil como taxi de sitio.

A Juan siempre le gustó andar en la calle por lo que no se le dificultó hacer sus primeros viajes. Prácticamente conocía cada lugar al que le pedían hacer servicios y se le facilitaba transitar por atajos que le ahorraban tiempo y gasolina. Desafortunadamente los gastos que genera pertenecer a un sitio, le dejaron pocas ganancias en las primeras semanas. Un compañero le sugirió levantarse más temprano y madrugar para hacer los viajes mañaneros. En pocos días el hombre vio la diferencia pues se dio cuenta que mucha gente recurría a ese servicio que, dicho sea de paso, se cobra un poco más caro.

Estela notó un cambio en las finanzas familiares y para mediados de marzo calculó que a ese ritmo podrían liquidar la deuda del carro en la mitad del tiempo pactado, por lo que motivaba diariamente a su esposo a levantarse temprano  ponerse a trabajar. Él hacia su parte: además de los viajes que salían del sitio, hacía servicios privados para comerciantes de la zona, vecinos y amigos. Sus jornadas de trabajo iban de dieciséis a dieciocho horas diarias, incluyendo sábados y domingos.

La mañana del lunes 16 de marzo Juan llegó al sitio faltando quince minutos para las cinco de la mañana. Sabía que sería un buen día pues había sido quincena. Mientras escuchaba las noticias acerca del coronavirus un impacto intentó destrozar una de las ventanillas de su coche. Azorado, trató de encontrar una respuesta pero únicamente encontró el cañón de una pistola apuntándole a la cabeza. Un par de jóvenes que viajaban en una motoneta destartalada le indicaron que bajara del auto. En menos de treinta segundos Juan vio por última vez su automóvil y todos los planes que él y su esposa habían depositado en ese auto.

Esa segunda sacudida tampoco lo derribó. El 2020 sería su año. Se lo había prometido a su esposa y a su hija. Durante algunas semanas trabajó en un camión recolector de basura donde la mayor ganancia eran las objetos usados que rescataba y servían para revender. Sin embargo, nada de eso se comparaba con las ganancias de su trabajo en el taxi. A finales de abril, por recomendación de un amigo, Juan entró a trabajar a un almacén en la delegación Azcapotzalco. 

Una semanas después, el 13 de mayo, su compañero de turno se presentó a trabajar enfermo. Por sugerencia de Juan, el joven fue al servicio médico donde la doctora en turno únicamente le ofreció una aspirina antes de regresarlo a trabajar. No es nada, apenas un resfriado. Al siguiente día, Martín no se presentó al almacén por lo que Juan vio en su ausencia una oportunidad para alargar las jornadas laborales y ganar dinero extra. Debido a la falta de personal, el supervisor no tuvo objeción y durante dos semanas Juan trabajó doble jornada. De su compañero de trabajo se corrieron varios rumores, ninguno comprobado.

El 27 de mayo por la mañana, Juan despertó con fiebre y malestar de cuerpo. Una noche antes una pertinaz lluvia lo alcanzó de regreso a casa por lo que minimizó su enfermedad. En el trabajo, a pesar de evidenciar su malestar, lo mantuvieron junto con otras treinta y seis personas. El hombre concluyó la doble jornada y regresó a su casa. El 29 de mayo Estela trasladó a su esposo a varias clínicas públicas y privadas de su comunidad, donde le fue negada la atención aludiendo falta de personal. Finalmente, recurrieron al servició de una farmacia donde le diagnosticaron un fuerte resfriado. Con el medicamento en mano regresaron a su casa. Juan durmió hasta pasadas las siete de la noche cuando la dificultad para respirar se hizo evidente. Por teléfono pidieron ayuda a un amigo quien les sugirió llevarlo a un hospital. La situación era crítica y ya no daba para recomendaciones caseras, ni consultas telefónicas.

La noche del 30 de mayo Juan ingresó a la clínica 72 del IMSS. El primer diagnóstico fue que una bacteria estaba atacando sus pulmones. "No es covid", aseguró la persona encargada de dar información a los familiares. Argumentando falta de insumos y medicamentos, les pidieron conseguir una fórmula para estabilizarlo. "Tal vez también tengan que conseguir oxigeno pero más adelante les avisamos". Estela se puso en contacto con sus familiares y conocidos y entre todos lograron conseguir la mitad del medicamento cuyo costo fue de casi seis mil pesos. El 31 de mayo por la noche Juan parecía mejorar.

El lunes 1 de junio, Estela recibió una llamada por parte de una persona del hospital: "su esposo está muy delicado aunque estable. La bacteria está atacando la sangre y será necesario que se preparen para cualquier cosa. Como sugerencia le pedimos que platique con todas las personas que tuvieron contacto con sus esposo los días recientes y comiencen un proceso de aislamiento. En caso de confirmar que la prueba de covid es positiva, ustedes tendrán que realizarse las pruebas pertinentes pero por su cuenta." La siguiente llamada que estela recibió fue después las ocho de la noche: "su esposo acaba de fallecer. Tiene que venir a la clínica para realizar los trámites correspondientes."

Estela se quedó muda por unos minutos. A su mente vinieron la fiesta de año nuevo, la comida en la mesa, los tragos, el baile, el karaoke y la promesa por un 2020 mejor. "Este va a ser nuestro año, gorda", le había dicho Juan a la tercer campanada mientras las abrazaba a ella y a su hija. Ahora estaba muerto.

Juan no tuvo la posibilidad de ser velado. Su cuerpo fue entregado dentro de una bolsa hermética y un ataúd emplayado. La funeraria que ofreció los servicios cobró una comisión extra por acelerar los trámites y lograr que el cuerpo fuera sacado de la clínica al amanecer. A su sepelio sólo acudieron sus padres, Estela y una cuñada. Apenas pudieron decirle unas oraciones antes de que la primera palada de tierra chocara contra su féretro y junto con él y un ramo de flores, quedara enterrada su promesa de año nuevo.