viernes, 19 de junio de 2020

Ya está aquí

Mientras en el noticiario se ofrecen cifras alarmantes acerca de personas fallecidas por el coronavirus, Maritza fija su mirada en el reloj. Faltan diez minutos para las nueve. Se incorpora con dificultad y se acomoda la ropa. Observa el cubre boca que está sobre el buró y tras revisarlo detalladamente concluye que es urgente cambiarlo. De inmediato procede a colocárselo siguiendo las instrucciones que aprendió en un video de Youtube. Se acomoda la ropa, se calza unos tenis viejos y se dirige hacia la puerta. Toca tres veces. Del otro lado se escucha la voz de su hija, que llena de júbilo, avisa que su mamá ya despertó. La niña se acerca a la puerta y le pregunta cómo está, cómo se siente. Maritza responde que está bien, que se siente mejor. Le indica a la niña que no se acerque, que se aleje. Mientras espera la llegada de su esposo, se coloca unos guantes de látex y una mascarilla hecha con acetato. Escucha la voz de su hijo que del otro lado la saluda. Ella le responde diciéndole que lo quiere mucho. Luego escucha los pasos de su esposo. "Parecen los de un gigante", piensa. El picaporte gira y Maritza en un impulso reflejo, se retira dos pasos atrás.

Julio realiza todo un ritual antes de empujar la puerta: rocía un líquido sanitizante y limpia con una franela impregnada en cloro. El hombre porta guantes de látex, mascarilla de acetato, cubre boca y un mandil que ocupa sólo cuando realiza ese ritual. Posteriormente, acerca una charola con diversos trastes repletos de comida y un par de botellas con agua. En la charola van algunos medicamentos y tabletas de vitamina C, así como una botellita con jugo de mango. También acerca un par de cubetas con agua para la ropa y el aseo de su esposa. Finalmente, coloca un cómodo limpio en el suelo que desliza con el pie hacia el interior de la habitación. A cambio, él recibe otra charola con los trastes sucios del día anterior, una bolsa negra con la basura y otras dos cubetas con ropa. También retira el cómodo usado por su esposa.

Todo este ritual comenzó desde que Maritza dio positivo a la prueba de SARS CoV2. El médico que la atendió le indicó que no requería hospitalización pues podía respirar sin dificultad y que por su condición no se iba a agravar. Sin embargo, al ser portadora del virus el riesgo de contagiar a decenas de personas era alto. Era urgente mostrar prudencia.

La casa de Maritza y Julio es pequeña. Apenas tres habitaciones, un baño, cocina y sala comedor. Además de ellos y sus hijos, viven en la misma casa la madre y el hermano de Maritza. El médico les sugirió un espacio especial para ella y cuidados exagerados. "Es de vida o muerte para todos los que estén cerca", reiteró. El Dr. Castillo, sin embargo, no ofreció más sugerencias o un protocolo a seguir. Desde ese día ellos improvisaron todos los cuidados apoyados en consejos de la familia y vídeos que vieron en la red.

Una de las primeras decisiones fue mudar a la madre de Maritza con otro de sus hijos mientras que el hermano que vive con ellos optó por alojarse con su ex esposa, aunque nunca le explicó los motivos para no alarmarla. Posteriormente avisaron al resto de la familia y les pidieron mantenerse al pendiente de cualquier síntoma pues si bien Maritza no los visitaba en sus casas, ellos sí acudían a menudo a la de ella. "De entrada por salida, pero venían", dice Julio a sus familiares mientras les explica por teléfono que tendrá que abandonar el trabajo cuando menos tres semanas para dedicarse al cuidado de su esposa y la atención de sus hijos.

Maritza tiene como únicas distracciones una pantalla y su teléfono celular. Más de la mitad del día la pasa platicando vía Messenger o Whatsapp con sus familiares y amigos. Trata de no alarmarlos aunque sus familiares no piensan lo mismo y normalmente las charlas giran en torno a sucesos que conocen de segunda o tercera mano y que concluyen en la muerte de alguna persona. Ella desearía que hablaran de otra cosa y ahora evade cualquier charla relacionada con casos de covid. "¿Para qué enterarme de lo que les pasó a otros si yo lo estoy viviendo y nadie me lo tiene que platicar?" Cuando intuyo que mis preguntas la ponen de malas hago pausas para preguntarle si lee o escucha música. Me dice que no le gusta leer en el teléfono porque se le cansa rápido la vista. "Escucho canciones en el desayuno, la comida y la cena. A veces antes de dormir."

Maritza me confiesa que sus días de encierro transcurren pensando una cosa: ¿cómo se contagió? Nunca le tuvo miedo al virus y si bien, no tuvo medidas de precaución extremas, salía de su casa sólo a lo indispensable y usaba un cubre boca. "Reconozco que ocasionalmente me lo quitaba porque me costaba trabajo respirar pero era sólo si iba a la tienda, a la carnicería o la tortillería. A veces salía sólo dos o tres veces a la semana, por eso es mi duda".

En mi cabeza ronda una hipótesis pero ella se me adelanta: "todos me han dicho que mi esposo pudo haber traído el virus pues él diario sale a trabajar y anda en transporte, pero no lo creo. Si así fuera mis hijos y mi madre también estarían contagiados y ellos están  muy sanos. Creo que mis hermanos me lo dicen sólo para meterme tirria". También desecha la idea de que su hermano la haya contagiado pues él prácticamente sólo llegaba a la casa a dormir. "No lo veía ni cuando se iba, ni cuando regresaba. Sólo los sábados y domingos. Pero él también está sano".

"El encierro es muy feo pero es peor cuando estás obligada a hacerlo", dice mientras piensa en todo lo que desea haber hecho antes de que supiera de su enfermedad. "Ahora sí deseo un abrazo y un beso de mis hijos y de mi esposo. Tengo ganas de sentarme en la banca del patio a platicar con mi mamá. Deseo salir a comprar la comida y regresar a casa a prepararla. Quiero hacer todo eso que normalmente nos hace renegar".

Al momento de esta charla, Maritza lleva diez días de encierro y las cifras de infectados y fallecidos son la carroña diaria para el sensacionalismo de los medios de comunicación y los detractores del actual gobierno. Y mientras se desarrolla una lucha estúpida entre ciudadanos a través de redes sociales por encontrar un culpable, asumiéndose como expertos en pandemias, el virus que ha detenido al mundo ya esta aquí y mora en nuestras casas o en las de nuestros vecinos.


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