El médico
familiar, Don Pedro Amonario, no había logrado realizar un diagnóstico exacto
del mal que terminó con la vida de Antero. “Achaques de la edad”, dijo mientras
Manuel observó como todos movieron la cabeza afirmativamente aprobando las
palabras del médico.
Antero recién
había cumplido 43 años.
* * *
Veintiséis
años después, pero en el mes septiembre, Manuel recordó el día que Antero
murió. El Hospital General La raza se había convertido en su segundo hogar. Tenía más de setenta días internado y la opción de permanecer otros treinta se mostraba cada vez más latente.
Para entonces se había
acostumbrado a los humores que dejan las malas noticias, al llanto de quienes con
sus lágrimas pretenden aferrarse a la vida unas horas o unos días. Algo en su
interior lo volvió inmune a la desesperación que embarga a aquellos que
se saben desahuciados. A diferencia de su padre, él a sus 42 años sabía muy
bien qué era aquello que le estaba maltratando el cuerpo, pero también a
diferencia de su padre, sabía que no había medicina que pudiera salvarlo de la
muerte. La única posibilidad consistía en prolongar su vida unas semanas o unos
meses.
A Manuel
no le gustaba el hospital. Hubiera preferido pasar sus últimos días en la casa
de Antero, sintiendo el calor de la costa, rodeado de familiares y amigos que pasarían
a saludarlo diariamente. Sabía que su esposa, sus hijas y sus dos hermanos se
turnaban para no abandonarlo, que estaban abajo pendientes de los partes
médicos y las horas de visita, sin embargo, le aquejaba saberlos desprotegidos,
cansados, fastidiados de una rutina que les había trastocado la vida. A veces
sus hermanos faltaban al trabajo y sus hijas no iban a la escuela.
En los
momentos más pesimistas, Manuel imaginaba cómo sería la vida sin él. No le gustaba,
pero prefería que todo terminara y sus seres queridos pudieran regresar a su
vida normal.
* * *
Apelo a mi
memoria para recordar el día en que murió el abuelo Manuel, a quien no conocí. Ese
día fue poco más que desastroso en la escuela pues estuve más distraído de lo
normal, me gané varios cincos en los cuadernos, e incluso, peleé a golpes con
un compañero en el recreo. A diferencia de otras ocasiones no hubo regaños, ni
castigos. “Parece que lo sintió”, confió mi madre a mi tía casi en secreto, mientras
la ponía al tanto de lo ocurrido el día anterior. Recuerdo aquella escena
mientras espero una nueva ronda de estudios. Me observo al espejo y me
centro en mi rostro luego en mi cuerpo disminuido. Es el reflejo de lo que siento: fastidio y cansancio.
Decir que todo comenzó con la vacuna CanSino, que recibí en días pasados, sería falso. En realidad, comenzó en marzo o abril de 2019 cuando una extraña fiebre me atacó de forma sorpresiva hasta hacerme perder el conocimiento. Ocurrió en el trabajo y cuando desperté me encontraba en casa, en mi cama. No supe cómo llegué, pero las versiones coinciden en que lo hice por mi propio pie. La segunda vez ocurrió en junio, días después de mi cumpleaños. Luego en septiembre y noviembre del mismo año y en enero del 2020. En abril y mayo de ese año, las fiebres se hicieron constantes, una o dos veces a la semana, hasta llegar al 3 de mayo. Esta ocasión resultó preocupante porque tuvieron que llevarme al hospital de donde no me dejaron salir por varios días. Por esos días todo lo que le aquejaba a una persona se traducía en coronavirus, así que el primer ingreso fue al área covid aunque horas después y poco antes de intubarme, los médicos tuvieron que corregir.
Siguiendo
la misma suerte que Antero, los médicos no lograban ponerse de acuerdo para
determinar qué ocurría dentro de mi cuerpo. Alguno dijo que me estaba atacando
una bacteria, pero no fue capaz de descubrir cuál y como consecuencia me hizo
gastar una buena suma de dinero en estudios y medicamentos. Otra dijo que era
algo que comía y me hacía mal al estómago. Me envió con una nutrióloga que me
enseñó a comer. Por un tiempo su hipótesis resultó cierta y únicamente consiguió
que se me antojara más la mala comida. Quienes no eran médicos le atribuyeron mis males a asuntos relacionados con el alma e insistieron en curaciones alternativas. Lo cierto es que nada funcionaba. Mi cuerpo manifestaba un malestar que no tenía un origen concreto.
¿Qué es lo peor que puede ocurrirle a una persona cuando enferma y no sabe de qué? La incertidumbre.
¿Qué es lo peor que puede pasarle a una persona cuando le informan qué provoca sus males? El miedo.
¿Qué es
lo peor que puede sentir a una persona cuando tiene que iniciar un
tratamiento? La ansiedad.
Existen enfermedades que a pesar de ser tratables nadie quiere tener. Las mismas palabras con que se definen suelen callarse a veces por miedo y otras por vergüenza. En mi caso, decidí callar para no provocar lástima. Las pocas personas que lo supieron no alcanzaron a entenderlo. Lo cierto es que el significado de algunas palabras es sinónimo de muerte y por eso las evitamos, como si con ello alejáramos cierto karma.
Manuel
murió de cáncer en octubre de 1982 mientras que Antero, su padre, falleció en
mayo de 1957. Aunque el médico del pueblo, el Dr. Amonario, nunca pudo
determinar qué era aquello que lo estaba matando de forma lenta y dolorosa, en
las reuniones familiares que sus nietos realizaron años después,
se llegó a esa conclusión.
Pienso en eso mientras entiendo de qué se trata una MRI, término que ni Antero ni Manuel conocieron. Tal vez fue mejor que no lo supieran. Ahora, la incertidumbre y el miedo me invaden y únicamente repito frases a manera de mantras que me ayuden a ahuyentar la mala vibra o a hacer menos pesado el futuro.
Pienso en
que no quiero dar molestias a nadie, ni orillar a las personas a que finjan un
cariño que no sienten. Prefiero que la vida siga su curso y que únicamente sea
yo quien transite por esta experiencia. No quiero depender de nadie. Lo peor
que podría pasarme es que las personas me miren con lástima, eso lo tengo
claro. Aún estoy lejos de entender qué es lo que he cultivado a lo largo de
varios años y sólo puedo prepararme para esa recibir esa sorpresa.
Cierro los ojos y aprieto los puños. Todo se torna blanco. Se siente el miedo.
Es
inevitable sentir un par de lagrimones resbalando por mi cara mientras pienso
en dónde y con quién me gustaría estar ahora.