martes, 28 de febrero de 2023

Mi amigo El Gonzo

La techumbre oxidada de un puesto de tacos abandonado me sirvió de refugio para guarecerme del sol. Dos minutos. Nada. Esta parte de la ciudad nunca ha sido segura, así que sacar el teléfono es una invitación para los asaltantes. Ningún taxi a la vista. Recuerdo las incontables ocasiones en que mis hijos suelen reclamar mis nulas intenciones de descargar la aplicación para pedir un carro de servicio. “Nunca lo he necesitado”, preciso no sin después recetarles alguna aventura. “¿Les he platicado la ocasión que caminé desde el Auditorio Nacional hasta la casa?” Su mohín me dice que si, que ya se los platiqué más de una vez.

Diez minutos. Nada. Mi ansiedad gana y decido sacar el teléfono para revisar WhatsApp. De inmediato, un anciano se materializa a mi costado y con su perra voz gangosa me pide la hora. Ya valió madres. ¿Por qué nunca me hago caso? “10:10, carnal.” El sujeto parece aturdido. Puede ser el exceso de drogas y alcohol en su cuerpo o sencillamente sueño. Frente a su intento de entablar una charla conmigo, levantó la mano a un taxi que se aproxima. El chófer se orilla cuidadosamente, disminuye la velocidad, echa un ojo y acelera. “No se paró, Mai. Yo no sé pa' qué se alquila si no quieren levantar gente.” Lo escucho hablar y antes de intentar responderle lo culpo de mi mala suerte. Tal vez si este pinche anciano no hubiera estado junto a mí... Lo observó. Su barba blanca contrasta con la parte oscura de su cabeza rapada. El tipo me observa. Su carilla es como de un niño, pero con la barba de un anciano. Sus ojos sin brillo, sin esperanza.

18 minutos. Nada. Ya tendría que estar en el trabajo, pero a cambio sigo guarecido del sol matinal con un pinche viejito que espanta a los taxistas. Discretamente guardo el teléfono, uno nunca sabe. Diviso otro taxi. Levanto el brazo y avanzo dos pasos. Tres. El chófer disminuye la velocidad, echa una mirada y acelera. El viejito se encuentra junto a mi observando al frente, con la mirada puesta en la nada y las manos encajadas en los bolsillos. ¡Maldita sea! Antes de permitirle decir algo me volteo hacia él con mi gesto más amenazante. Él ni se entera. Permanece con la mirada clavada en la nada, el ceño fruncido y las manos hurgando en sus bolsillos, seguro vacíos. “Carnalito, ¿Traerás un pesito que me regales? Voy a la chamba y no completo mi pasaje.” ¿Quién chingados sale a la chamba sin dinero para el pasaje?, me preguntó mientras me revuelvo los bolsillos intentando tentalear la moneda de menor valor. ¡Sacó una de diez!  Necesito aprender a leer con los dedos. El tipo da las gracias y se aleja. ¡De haberlo sabido! Mientras lo observo noto cierta familiaridad. Si no fuera por su facha de vagabundo y esa horrible mochila que le hace propaganda al gobierno estatal, podría asegurar que lo conozco.

23 minutos. Nada. Otro carro con facha de taxi se acerca. El chófer toca el claxon y me apunta con el dedo. “¿Quiere taxi?”, lo escucho preguntar un par de veces antes de negar con la cabeza. Conozco a ese cabrón, me afirmo un par de veces mientras trato de reconocer al anciano. Me acerco a él y su reacción es de defensa. Su cuerpo escuálido me hace pensar que el tipo lleva días o semanas sin comer. ¿Meses? Semejante deconstrucción del cuerpo solo se logra con a) una enfermedad brutal o b) con años de mala alimentación.

Cuando termino de pensar el tipo me pregunta la hora. “10:47, carnal.” De inmediato me dice que si le regaló un pesito. "Es para completar para un taquito, mai". Meto la mano al bolsillo derecho y le entrego la primera moneda que tentaleo. Es de peso. ¡Qué poca madre tengo!, pienso. ¡Qué poca madre tienes!, parece decirme con esa mirada inquisidora propia de los desesperanzados. Podrán ser parias en esta vida, pero eso no nos da derecho a tratarlos como cualquier cosa. Al observarlo mejor reparo en su profusa nariz. No puedo clasificarla cómo aguileña, ni como hacha. Esa madre es casi un snorquel. ¡Ya sé quién es este infeliz! Oye carnal, le desclavo la mirada del camión que se aproxima. “¿Tú eres el...?” Ni alcanzo a terminar la pregunta cuando lo veo treparse al camión.

Gonzo. ¡Ese cabrón es mi amigo El Gonzo! Un personaje. Bar tender, mesero, bailarín, árbitro de futbol, símbolo sexual, entre otras linduras. Trabajé con él en La Obra, un tugurio de mi comunidad caracterizado por vender a la juventud de los noventa, eventos de barra libre en la que nosotros rebajamos la cerveza con el agua de los hielos. “Pidan la propina por adela y si alguien se mocha chido, le servimos chela recién sacad del refri”, solía instruirnos el Gonzo. Intento ir tras el camión y treparme también, pero la falta de costumbre a usar zapatos de vestir, me impide correr.

58 minutos. Un taxi se aproxima, levanto el brazo y el chofer solícito, se orilla con precaución. “¿A dónde lo llevo, caballero?” Le indico mi destino en tanto me acomodo en el asiento trasero. Al notar mi estado meditabundo, el hombre hace mutis y hasta baja la música.
¡Pinche Gonzo! Es la prueba de que la juventud se nos escurre de las manos y no de las formas más gratas posibles. Siempre supe de su vida desgobernada y licenciosa, pero él llegó al extremo.

Trato de regresar a mi realidad y concentrarme en los pendientes del día.
¿Así de jodido me veré?
¿Así de jodido me verán ustedes?
¡Valgo madres!