La otra noche me
encontraba profundamente dormido cuando alguien tuvo la amabilidad de acordarse
de mí y por ello decidió marcar mi número telefónico. Ante semejante crimen de
lesa humanidad mi primera reacción fue aventar el aparato hasta el extremo
opuesto de la habitación cometiendo el grave error de no apagarlo, lo que
motivó que medio minuto después la chingadera volviera a sonar como sí un demonio
lo estuviera poseyendo
Varias opciones
pasaron por mi mente mientras determinaba la conveniencia de levantarme: a)
probablemente la señorita cajera de la Comercial mexicana se había arrepentido
de redondear mi cambio sin preguntar y en un acto de sensatez moral había
decidió llamarme para ofrecerme una disculpa y retribuirme mis centavos apenas
abriera la tienda; b) cabía la posibilidad de que el señor abogado del banco
siguiera trabajando en su flamante despacho, y al encontrarse con mi expediente
crediticio, hubiera resuelto hacerme una llamada para amenazar con un embargo
en caso de que no pasara a liquidarles los trece pesos con cincuenta centavos
(más intereses moratorios), que les adeudaba por concepto de estacionamiento;
c) que hubiera muerto un tío lejano y su testamento estuviera encabezado con mi
nombre, por lo cual, el notario urgía mi presencia. La última opción, a pesar
de ser la más descabellada, se erigía como la más cercana por lo que de
inmediato brinqué de la cama y rastreé el sonido del aparato hasta tenerlo en
mis manos pero como suele ocurrir en las caricaturas, apenas tuve el celular en
mis manos, éste enmudeció acrecentando mi coraje y mi preocupación pues cabía
la posibilidad que mi hermana me ganara la herencia.
Veintidós
llamadas perdidas establecieron un récord en mi vida pues nunca antes persona
alguna se había mostrado tanto interés en charlar conmigo. Cuando había
resuelto regresar a la cama, el teléfono sonó nuevamente y yo respondí con esa
voz que caracteriza a quienes somos arrancados de los brazos de Morfeo. Del
otro lado, sólo pude escuchar una especie de graznido que me hizo enmudecer de
terror porque tuve la certeza que era el diablo y no el notario de mi tío quien
me llamaba.
—
Di.. di.. diga… (¡glup!)
— ¿Te desssperrrtéee?
Ante semejante
pregunta sólo la indignación fue capaz de instalarse en mi ser, cuya
manifestación vino en forma de una sonora mentada de madre que no paró hasta
que mi interlocutor dijo: “sólo te llamé para decirte que te quiero un shingo
(así dijo: shingo); que eres mi carnal y que siempre me quitaré la camisa por
ti… ¿qué haces?” Semejante acto
de insensibilidad hacia lo que Benito Juárez definió como “el respeto al
derecho ajeno” me hizo colgar el teléfono y pensar en las manías de los
alcohólicos así como en sus motivaciones para despertar a sus seres amados.
Según estudios
psicológicos desarrollados por antropólogos sociales, el fenómeno de chingar
al prójimo a deshoras y en condiciones etílicas, es conocido bajo el nombre de
pedofonía cuya raíz etimológica proviene del mexicanismo: pedo, borracho; y phoneo(ar),
hablo(ar) por teléfono. “El que habla por teléfono cuando está borracho.”
Las
características de esta manía son las siguientes: 1) Encontrarse en estado de
ebriedad. No importa el grado de alcohol en la sangre pues los efectos son
variables en cada persona. 2) Tener un teléfono a la mano. Si es celular basta
con tener saldo. 3) Estar enamorado, dolorido, triste, eufórico, solo,
acompañado, o en cualquier otra situación que sirva como pretexto para joder. Lo
anterior resulta un problema pues como podrá apreciarse, todos podemos ser
pedófonos en potencia y para ello sólo basta un pequeño pretexto, por ejemplo,
recuerdo cuando cursaba tercero de secundaria, el convivio de un sujeto apodado
el Coreano había resultado un éxito gracias a los tragos clandestinos que dimos
a unas viñas reales, mismas que al mezclarse con el ambiente guapachoso,
motivaron mis deseos de tomar un teléfono y marcar el único número que me sabía
de memoria: el de Claudita. Cuando ella contestó no dije nada, sólo me deleité
con su voz y colgué. Repetí la acción cinco o seis veces hasta que su padre
cogió la bocina y amenazó con matar al gracioso que la hacía de mudo. Tal vez
aquella primera experiencia no fue relevante pero sí resultó sintomática para
que años después, en circunstancias similares, decidiera hablarle a otra
Claudia, la cual tuvo la amabilidad de mandarme a la chingada si no la dejaba
dormir.
Este ejemplo y muchos otros de similares circunstancias, tienen tres
constantes: la embriaguez, la comunicación telefónica y la necesidad de joder a
alguien a deshoras, ya que es en estado etílico cuando la gente adquiere la
seguridad para decir cosas que no podría expresar en otras circunstancias por
más que alegue que tiene la capacidad de “volverlo a repetir en su juicio”.
Y si bien es
cierto que lo antes dicho a muchos les resulta una gracejada, tiene un
trasfondo más complejo que es necesario tratar urgentemente pues resulta no
sólo ridículo sino enfermo, llamarle a la gente a deshoras para hacerle saber
que es un buen amigo, que es el amor de su vida, que se va a suicidar, o
simplemente, para verificar si uno está dormido para lo cual se formula una
pregunta que en sí misma es pendeja.
Ante este
panorama si usted, lejos de sufrir pedofonía, sufre a causa de la pedofonía de
su pretendiente, mejor amigo, primo lejano o amante en potencia, asegúrese de
no dar su número a cualquier pelagatos a la menor provocación así se encuentre
convencido que es un tipo tranquilo.
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