Antes
de cumplir 17 años, Ana Luisa tuvo el tino de obsequiarme mi primer ramo de
flores. Esa docena de rosas rojas llegó a mis manos provocándome una
reacción que sería lamentable reproducir aquí. Aún así, muy orondo, disfruté
atravesar el patio de la preparatoria desatando el morbo de mis compañeros.
Fue entonces cuando las clases de probabilidad adquirieron cierta significación
pues muchos intentaron predecir quién sería la destinataria final de aquel ramo
y si al obsequiarlas me haría acreedor a la humillación de ver un reguero de
flores deshojadas en el piso y a mis pies. Desconozco si entonces se
estilaba regalarles flores a pelagatos de mi calaña pero en todo caso la
puntada de Ana Luisa no es algo que sea tan común en la actualidad. Al final
aquellas flores fueron muriendo con el paso de los días y como cualquier
adolescente formado en la escuela del amor romántico, algunos pétalos reposaron
entre las páginas de un libro hasta convertirse en polvo.
Durante
años guardé esa anécdota hasta que una tarde vocearon mi nombre por el altavoz
del colegio en el que me encontraba trabajando. Gustoso de hacer enojar a mis
superioras, me hice del rogar unos minutos hasta que el mismo prefecto, celoso
cancerbero del orden institucional, se apersonó en mi salón para hacerme saber
que urgía mi presencia en la dirección. Una vez frente a la directora, entró una
persona con un arreglo de flores amarillas que iba dirigido a mí. Una pequeña
tarjeta con el nombre de una madre de familia desató la locura entre el
personal directivo que escandalizado por el obsequio, exigió que mantuviera en
estricto silencio aquella puntada de la señora. Tras el alboroto pregunté si
podía llevarme a casa el obsequio, ocurrencia que no fue del agrado de la
directora por lo que la petición fue negada. Desconozco si el arreglo de flores
le fue devuelto a la madre de familia con alguna amenaza explícita sobre
guardar compostura dentro de la institución o si se lo regalaron a la dueña del
plantel, si terminó en el bote de basura o fue rifado entre las directoras del
colegio. Reconozco que sólo la mera acción de haber recibido
flores en mi lugar mi trabajo me acarreó la animadversión de varias
secretarias, psicólogas y orientadoras, una de las cuales, cuenta la leyenda,
gustaba de enviarse flores a ella misma.
También
había almacenado este suceso para el anecdotario personal hasta que hace unas
semanas me presenté como invitado en el Círculo de Lectura de la FES Acatlán.
Tras decir una serie de burradas que también sería lamentable reproducir aquí,
Jojana y Óscar, mis anfitriones, tuvieron la amabilidad de regalarme una
hermosa flor de nochebuena. Como si se tratara de una regresión, al principio
sentí temor de arruinarla. Al final concluí llevarla hasta mi lugar de trabajo
donde se mantuvo admirada, cuidada y apreciada por tres semanas, antes de
llegar a su destino final: el comedor de mi casa.
Mi
relación con las flores es sumamente extraña y me recuerda al Hendrix, un
enorme, obeso y agresivo bulldog, que hasta su deceso fue la mascota de mi
amigo Jasso. Hendrix era sumamente belicoso y nadie en su sano juicio se
atrevía a acercarse a él pues reaccionaba lanzando una dentellada con hambre de
carne.
El
asunto cambiaba cuando salíamos a correr a las orillas del lago y Hendrix,
nuestro fiel acompañante, encontraba flores pues entonces se convertía en un animal
dócil y juguetón. Sé que la imagen de un bulldog revolcándose entre florecillas
de colores, arrancándolas y haciendo ramitos que obsequiaba a su dueño no es
común pero ocurría. Testigos de eso hay por montones y por eso el nombre de
Hendrix, el perro de las flores, llegó a otras latitudes.
Pues
me pasa igual. Mi relación con las flores es la única muestra de mi instinto de
protección con aquello que realmente quiero, o cuando menos eso ocurrió con la
nochebuena, que fue quien tuvo la idea de que escribiera este texto mientras
disfrutaba de su belleza para envidia de aquellas mujeres que quisieran ser
ella.
Nota
final: no me regalen flores el día de mi cumpleaños.
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