Juanita
inicia sus labores a las 4:45 de la mañana: lava un poco de ropa, asea la
cocina, prepara el desayuno para sus hijos, arregla un pequeño espacio en la
sala que ha acondicionado como lugar de trabajo y se baña. Antes de las 7 de la
mañana saca su cámara fotográfica, inversión que ideó su esposo y que en los
años recientes le ha ayudado a tener una entrada extra de dinero en casa. Maru,
su amiga y vecina, llega antes de las 8. Juntas acomodan el papel fotográfico y
preparan una impresora, recargan con tinta los cartuchos y hacen un par de
pruebas antes de salir rumbo al Teatro San Benito Abad donde en unas horas se
celebrará una ceremonia de graduación de una preparatoria.
Ambas
mujeres traen el ánimo a tope pues apenas el día anterior, en el mismo lugar, en
un evento similar, tuvieron una venta aceptable de fotografías a pesar de que
la competencia estuvo pesada. Si hoy logran vender cuando menos dos terceras
partes que lo del día anterior no sólo habrán recuperado la inversión del
material y los gastos que implica tener este negocio sino que podrán saldar las
deudas acumuladas a lo largo del mes y lo mejor, podrán darse algún lujito
extra. Aunque la dueña del negocio es Juanita, sin Maru no podría con todo el
trabajo por lo que procura recompensarla con una paga que le ayude a mantener
un colchoncito económico lejos de las garras de su esposo.
El
teatro San Benito Abad se encuentra auspiciado por la Abadía del Tepeyac y es
parte de las instalaciones del Centro Escolar del Lago. Para ingresar hay que
pasar cuando menos dos casetas de vigilancia cuya seguridad se relaja cuando el
teatro es rentado para eventos privados, como es el caso. Cuando el taxi llega
a la segunda caseta –que da ingreso al estacionamiento del teatro– el personal
responsable les informa que el estacionamiento tiene un costo de $35 y que para
ingresar, aunque sea para dejarlas, se tiene que pagar el ingreso. Ambas
mujeres deciden bajar y atravesar a pie el estacionamiento. Antes, acuerdan con
el chofer un nuevo viaje, ahora de regreso, y para ello intercambian números
telefónicos. En su andar rumbo a la entrada se mezclan con los estudiantes y
sus familiares que aceleran el paso para agrandar la fila de ingreso. Al igual
que el día anterior y que las otras veces que han ido a trabajar a ese lugar,
logran su ingreso haciéndose pasar como parte del staff de las escuelas ya sea
como profesoras, personal de apoyo y hasta cargadoras. “Tal vez no es lo
adecuado pero no estamos haciendo nada malo, sólo intentamos llevar un poco de
dinero honesto a la casa”, –dice Maru–. “Nunca falta alguien que necesite que le
eches una mano para llevar una maleta, un vestuario, unos cables, algo” –completa
Juanita mientras el rayo del sol le golpea directo a la cara–.
Una
vez dentro del teatro comienzan la labor de investigar si hay algún otro fotógrafo
y con ellos determinar cómo van a trabajar. “Hay escuelas que llevan a sus
propios fotógrafos, sobre todo las escuelas particulares. Es parte de su enorme
negocio. Cuando es así sólo tomamos fotos a petición de los muchachos o de los
papás. En esos casos la venta es muy baja pero no perdemos. Cuando son escuelas
de gobierno nos va mejor aunque en ocasiones la competencia es fuerte pues
otros compañeros se ponen abusados y llegan hasta con tres ayudantes, con su
cámara cada uno.” En esta ocasión no hay competencia, situación extraña, así
que Juanita y Maru ven la oportunidad de tener una venta inigualable.
Apenas
comienzan a ingresar los alumnos, las mujeres comienzan su labor: mientras Maru
pasa por las filas preguntando a los alumnos si ya les tomaron fotos, Juanita
va detectando a las muchachas más vanidosas para hacerles capturas individuales
o de grupo. “Afortunadamente nunca me ha fallado esa estrategia y casi siempre
vendo esas fotos con muchachitas coquetas. Eso sí, agarro a las que son más
cotorras porque hay unas que aunque son vanidosas también son muy fresas y esas
rara vez nos compran”. Antes de que ingresen los padres de familia Juanita ya
lleva más de doscientas fotografías tomadas y calcula que cien podrán ser
impresas. Procura nunca ilusionarse con el dinero que puede generar antes de
terminar la venta pero sabe que este día, mínimo, ya tiene asegurados cuatro
mil pesos aún y cuando las cosas vayan mal.
Cuando
los padres de familia entran al teatro ellas ofrecen el servicio sin distinción.
Muchos las rechazan, otros tantos las ignoran, pero los poquitos que aceptan ser
fotografiados piden hasta tres capturas. Una vez iniciada la ceremonia Juanita
y Maru salen del teatro. Quince minutos antes llamaron al taxista quien les
dijo que estaría ahí para recogerlas. Mientras atraviesan de nuevo el
estacionamiento Juanita se organiza mentalmente para trabajar coordinadamente mientras
imprimen las fotografías (a ella le gusta más la palabra revelar pero está consciente
que eso es un proceso diferente y que ellas sólo imprimen). Su trabajo es
contra reloj y cuentan apenas con una hora y media para ir a casa, imprimir las
fotos, ordenarlas y regresar al teatro. Debido a la restricción para ingresar
al estacionamiento acordaron que el taxista las esperaría en la caseta sin
embargo, al llegar, el taxista no se encuentra. Maru le marcar al chofer y éste
le hace saber que el personal de seguridad no le permitió permanecer
estacionado frente a la caseta, y que amenazaron con llamar a la policía si no
continuaba su camino. No hay tiempo para esperar otro taxi así que comienzan a
caminar rumbo al sitio más cercano que se encuentra a poco más de un kilómetro
y del que no tienen el número telefónico. Lo que originalmente les tomaría
quince minutos se ha prolongado por más de cuarenta, sin embargo, Juanita sabe
que pueden imprimir aunque sea la mitad de las fotografías y regresar a la hora
que termine la ceremonia y salvar la venta.
Ya
en casa, ambas trabajan a marchas forzadas rogando a Dios que la impresora no
les vaya a fallar. Ella es creyente y sabe que el señor está de su lado. Juanita
selecciona las mejores tomas y envía las impresiones. Mientras beben un poco de
agua y dejan que la máquina haga lo suyo Juanita piensa que es momento de darle
mantenimiento a su equipo y le platica a Maru acerca de las bondades que le ha
dado este trabajo en los últimos tres años cuando su esposo decidió hacer una
nueva familia. No le guarda rencor porque al final él fue quien le enseñó a
trabajar.
En
menos de una hora logran imprimir cerca de 200 fotografías. Calculan que de no
salir en ese momento su trabajo se habrá ido a la basura, las pérdidas
económicas serán irreparables y pondrán a Juanita en una situación apremiante,
sin contar que Maru no tendrá el dinero con el que piensa salir de algunas
deudas. Ambas mujeres cambian la cámara por unas cangureras en cuyo interior
hay doscientos pesos de cambio y dos rollos de cinta con las que pegaran las
fotografías para exhibirlas. Salen de la casa y paran el primer taxi que
encuentran en la calle. El chofer maneja lo más rápido que tiene permitido y en
menos de quince minutos están en el teatro. La ceremonia aún sigue lo que les
permite separar y acomodar las fotografías. Con la habilidad que han adquirido
cortan cinta, pegan las fotos y las van acomodando en la puerta de cristal del
teatro. Las mujeres se observan con una mirada de satisfacción y se percatan
que la gente ha comenzado a salir. Saben que la labor es titánica. Mary invita a
las primeras personas a que busquen su foto.
-
¿A
cuánto las fotos? –pregunta una jovencita.
-
A
cincuenta, amiga. ¿Ya te encontraste?
-
Si
pero salí fea.
-
Búscate
otra vez, a todos les tomo dos.
-
No.
A mí sólo me tomó una.
La
joven muestra la foto a su mamá quien hace un mohín de disgusto. Tras
consultarse mutuamente, la chica regresa la foto y se alejan. Afortunadamente
los alumnos han comenzado a reunirse para ver las placas. Cae la primera venta.
Una señora encuentra tres fotos de su hija, pregunta el costo y pide una
rebaja. “Es que sólo traigo cien pesitos”. Al final no se lleva ni una. Otra
persona encuentra dos y paga sin regatear. Es apenas el comienzo, las mujeres
saben que así es el negocio.
Repentinamente
se percatan que ya hay un mar de gente observando a las fotos. Saben que ese
momento es el bueno para ellas y se preparan para no perder detalle. “Hay gente
bien abusada que levanta las fotos y con el pretexto de enseñárselas a alguien
se las llevan sin pagar, así que una tiene que estar a las vivas para cobrar y
la otra para que no se nos vayan” –comenta Maru–. Una chica del staff del teatro se
presenta con Juanita y le pide su permiso para vender las fotos. Le hace saber
que la venta está prohibida en ese espacio pues es propiedad privada. Juanita le
hace saber que vienen con la escuela y que las fotos se tomaron a petición de
los muchachos y sus papás. Pero la mujer, cuya juventud no empata con su nivel
de prepotencia, comienza a arrancar las fotografías de la puerta. La gente se
mantiene a la expectativa, Juanita trata de negociar, Maru se desconcierta y
los muchachos graduados comienzan a reclamar que en las fotos que lleva la
mujer va alguna suya. No hay lugar a la negociación: la chica se comunica por
radio con los guardias de seguridad quienes de inmediato se mueven de la caseta
que está a la distancia para acercarse al epicentro del problema. Juanita trata
de recuperar sus fotos al tiempo que intenta alguna venta. En ese instante la
chica por descuido o por maldad, nadie lo sabe, deja caer las fotos en un bote
de basura. Juanita reclama airadamente mientras un hombre trata de mediar en la
situación. La chica le exige al hombre que no se meta pues el teatro es
propiedad privada y el asunto es entre ella y la señora. La gente levanta la
voz. Maru logra vender un par de fotografías antes de que los guardias lleguen
a levantar las fotografías. Uno de ellos les pide salir del espacio y las
acompaña a la caseta en una acción francamente humillante. La gente camina
detrás de ellas y ya en el estacionamiento, donde los rayos de sol golpean sofocantes,
las mujeres colocan las fotografías en el suelo pero de inmediato lleguen cuatro
o cinco guardias y comienzan a levantar las fotos. La gente pide un poco de
comprensión pero no hay manera de negociar con ellos. Todavía algunos muchachos
piden ver las fotos: “préstemelas para buscarme”. Juanita hace tres montoncitos
y se las ofrece a los muchachos quienes comienzan a pasar las fotografías. Los
guardias le hacen saber que eso también está prohibido y les exigen que salgan
del lugar, que las ventas sólo pueden concretarse saliendo de la última caseta,
la que está a un kilómetro. Uno de los guardias arrebata las fotografías a los
jóvenes quienes le reclaman ya con altisonancias. “Llama a una patrulla” –ordena
éste a su compañero–. La gente comienza a dispersarse y Maru y Juanita son
escoltadas hasta una zona despoblada a medio kilómetro de la caseta.
Cuando
pasa algún carro ellas ofrecen las fotos pero nadie se detiene. A la distancia quienes
las escoltan se comunican por radio con el sujeto que se encuentra en la
caseta. Éste ya las espera y al verlas las invita a salir. El trato que ambas
reciben es indignante.
* * *
Andrea
me pide esperar a las señoras. Es que me tomaron una foto y la quiero de
recuerdo. Pasan quince minutos antes de que el sujeto que está en la caseta
vaya en dirección a donde dos mujeres caminan en silencio. El hombre levanta el
brazo indicándoles la salida como si ésta no fuera evidente. Desde el
automóvil, levanto el brazo para indicarles que las estamos esperando. Bajamos y
les decimos que queremos una foto. Juanita trata de esbozar una sonrisa pero al
decir las primeras palabras su voz se quiebra y dos lagrimones le cortan el
rostro. Maru se mantiene en silencio, observando. Andrea toma las fotografías y
con calma examina una por una mientras platico con Maru sobre lo ocurrido. Juanita
interviene y me narra lo complicado que ha sido ese día, la cantidad de
material invertido y la incertidumbre de no saber cómo podrán recuperarse.
Andrea
encuentra su fotografía pero la placa además de ser de las imágenes que
salieron borrosas, se encuentra maltratada. Tal vez fue de las que se fue al
bote de basura o de las que los guardias arrebataron a los otros muchachos.
Andrea les hace saber que la entrega de documentos fue simbólica y que en una
semana tienen que ir a la escuela recoger sus certificados. “vaya ese día y con
suerte vende sus fotos, señora.” Juanita se seca las lágrimas y le dice a
Andrea que le agradece la información y que se lleve la foto. “No te la puedo
cobrar, sería un robo porque está borrosa y maltratada.”
La
empatía con las mujeres se acrecienta y permanecemos unos minutos más con ellas,
en silencio. Apoyo moral. Juanita se seca las lágrimas y se despide: “que Dios
se los pague, siempre y cuando no sea el Dios en el que creen los que trabajan
en este santo lugar”, dice mientras echa una última mirada a la caseta antes de
darle la espalda y comenzar su camino.
Nosotros
permanecemos en silencio con un nudo en la garganta. Me prometo no regresar a
ese lugar. No cuando menos por voluntad propia. Enciendo el motor y conduzco
por la avenida dejando atrás a las mujeres quienes nos dicen adiós con la mano.
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