lunes, 1 de abril de 2013

Detalles inolvidables

Mi ex amigo Tomás solía cortar rosas blancas del jardín de la vecina y colocarlas en agua con anilina cuando menos un par de días. El ejercicio aprendido en la clase de ciencias naturales le ayudó a cautivar a cada una de sus impresionables novias, que inmediatamente caían rendidas ante el poder de una rosa azul. Alguna vez intenté lograr el mismo efecto que Tomás pero a diferencia de él, pasé a la posteridad como el idiota que regalaba flores marchitas de color sepia.

Aferrado al ridículo deseo de querer ser recordado por un detalle inolvidable, cuando cursaba el tercero de secundaría me dediqué a invertir la mayoría de mis ahorros en Garfields de peluche que solía entregar a mis ingenuas noviecitas. El gato obeso y huevón era el muñeco de moda y por eso creía en su capacidad seductora pero como si de una maldición se tratara, en cada ocasión que regalé uno de esos minínos anaranjados, las chiquillas terminaron cambiándome por algún pelagatos que sabía bailar salsa "con vueltecitas" o que se peinaba como Vanilla Ice.

Fue en la preparatoria cuando conocí al Kamala, un sujeto horrible cuyo don consistía en gozar de las atenciones de muchachas de prominente trasero, cintura breve y pecho generoso. El Kamala solía escribirles sesudos acrósticos que colocaba anónimamente en sus mochilas siempre acompañados de un chocolatote Kiss de Hersheys de medio kilo de peso. El día que a mí se me ocurrió imitar esa estrategia sólo logré que mi novia fuera poseída por un demonio que provocó que me mandara directito a la chingada: “¿quieres que me trague todo ese chocolate para ponerme así de gorda y para que la cara se me ponga como un cacahuate garapiñado?

Tras este lamentable suceso vino una etapa de sequía amorosa que inundó mi vida y de lejitos, como hacemos los perdedores, me conformé con ver la forma en que sujetos más idiotas que yo llenaban de detallazos a sus chicas. De esa forma supe que Memo regalaba unos muñecos cachetones llamados Cabbage Patch con los que el muy tonto se fingía un padre responsable y esposo comprometido; el Flaco tejía unas pulseras donde podía leerse el nombre de la amada en turno; Omar solía darles unas tarjetas de papel reciclado que mandaba hacer sobre pedido y cuyo efecto era contundente; Raúl les compraba un anillito con carita feliz, Mariano les daba unos monos feos llamados Burundies y Pablito les regalaba un condón que simulaba paletita de caramelo.

Sin embargo hay de detalles a detalles. En la universidad conocí a un tipo muy peculiar cuya imbecilidad no tuvo límites: todas sus novias, incluida su hoy ex esposa, fueron acreedoras a un disco de Ricardo Arjona. Si esto le genera risa es mejor que guarde la mesura porque el sujeto tuvo mucho éxito con este ofensivo obsequio. Me queda claro que ninguna de aquellas chicas desea escuchar el nombre del sujeto al que hago referencia pero también tengo la certeza que todas, en su momento, se sintieron halagadas con semejante mamadencia.

Escribo lo anterior mientras contemplo un poemario llamado El monstruo de arriba de la cama y caigo en la cuenta que ese libro ha marcado mis últimas relaciones sexosas para gratitud de quien lo escribió pues tal vez soy el único incauto que ha comprado más de un ejemplar de golpe y porrazo. Me queda claro que existen ideas que te pertenecen pero que para nacer tienen que canalizarse en mentes más ágiles que la propia y El monstruo es un ejemplo de ello, por lo tanto mi expreso mi reconocimiento al escritor, a quien le debo unas cervezas.

A veces me pregunto si Israel Miranda habrá tenido el mismo efecto con las chicas gracias a alguno de sus libros, o simplemente, no sabe para quien trabaja.
Escribo este texto porque me he enterado que se ha agotado la edición del poemario y que de hoy en adelante tendré que darle un sello diferente a mis siguientes affaires. ¿Alguna sugerencia aunque resulte ridícula? Únicamente y por salud universal, absténganse de sugerir discos de Ricardo Arjona o libros de Mario Benedetti.

Publicado en enero de 2011
 

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