sábado, 16 de enero de 2016

Tormenta de sangre: la historia del libro que un día no compre


Dicen por ahi que luego no es bueno conocer a tus ídolos,
porque podrían derrumbar la imagen que de ellos tenías.
-CHICO MIGRAÑA-

Nunca he sido buen lector y confieso que tomar un libro me produce cierta pesadez. Sin embargo, cuando una lectura me atrapa no importa que tenga que recorrer 500 páginas porque es seguro que voy a devorar el texto con una pasión enfermiza.

En el año 2010 (pudo ser en el 2011, la memoria comienza a fallarme), visité la carpa de editoriales independientes de la FIL del Zócalo con el fin de encontrar alguna joya menospreciada que pudiera sacudir la monotonía de mis tardes. No había recorrido ni treinta metros cuando tuve que desenfundar la billetera para pagar por el único ejemplar del Diario íntimo de un guacarróquer, de Armando Vega-Gil (versión La mosca en la pared, o sea, el original) que se encontraba perdido entre revistas y librillos maltratados.

Seguí mi recorrido y metros adelante la portada de otro libro me atrapó. En la imagen podía verse la mano tatuada de una mujer tocando un bajo color negro. Provocaré un diluvio, de Arturo J. Flores, parecía prometer. Compré el libro sin siquiera leer la contraportada, confiando en mi intuición. La chica que atendía el stand se mostraba entusiasta ofreciéndome otros títulos. “Del mismo autor tengo este otro.” Mis antenas se alertaron. Una portada azul (color que tiene gran influencia sobre mí) y el dibujo de una galletita de jengibre me hicieron aferrarme del libro de inmediato. El costo por ambos libros liquidaba el resto de mi presupuesto, siempre escaso. Estaba a punto de pagar cuando en el puesto de junto reconocí la Antología de Palabras Malditas, libro en el que me encuentro antologado pero que por circunstancias extrañas no se encontraba en mi librero en ese momento. Eché una ojeada a ambos anaqueles y por la cantidad de ejemplares que había en uno y otro, opté por dejar el libro de la galletita y llevarme la antología maldita. Le dije a la chica que sólo me llevaría Provocaré... y en un par de días regresaría por Tormenta de sangre, nombre del libro azul. Fui un pendejo.

A los dos días estaba de nuevo en la FIL del Zócalo recorriendo los puestos donde había dejado depositadas mis ilusiones. Cuando llegué por mi ejemplar de Tormenta de sangre, no quedaba un sólo libro mientras en el puesto contiguo aún reposaban los cinco o seis ejemplares de Palabras Malditas que había dejado antes. La chica me hizo saber que el libro de “las galletitas” se había terminado pero tal vez el último día de la feria tendría algunos ejemplares más. Regresé el último día sólo para enterarme que el libro se encontraba agotado, cuando menos con ellos. El joven que ahora atendía el puesto me dijo que tal vez (así, desalentadoramente) en el Chopo, con Chelico, podía conseguir alguno. Lamentando mi mala decisión decidí esperar una semana y acudir al Chopo el sábado siguiente sólo para seguir lloriqueando por mi mala decisión. Ni Chelico, ni nadie tenían ese libro. Sólo entonces caí en la cuenta que mi ego me había traicionado y pasaría un tiempo antes de perdonarlo. Lo peor: mi relato en la Antología de Palabras Malditas era una soberana mamada y ni siquiera tenía que estar impreso.

Tormenta de sangre se me volvió una obsesión. Busqué reseñas en la red y a través de ellas intenté dar con alguien que me lo vendiera. Nada resultó. A finales del 2014 tuve contacto por vez primera con Arturo J. Flores, editor de Playboy México y coautor del libro (el otro es Luis Jasso, conocido como el Chico Migraña), a quien de inmediato le pregunté si tenía algún ejemplar para venderme. Arturo me hizo saber que ya se encontraba agotado y sería complicado tener algún ejemplar. Si venía del autor tenía que ser cierto así que decidí de olvidarme del asunto y esperar que alguien lo fotocopiara y lo subiera a Scribd o que el PDF comenzara a circular por la red. Hasta hoy ninguna de las dos cosas ha pasado.

Hace menos de una semana algún dios merol quiso darme una oportunidad de seguir creyendo en el rock. Una noche, mientras pendejaba por Facebook, descubrí que Arturo J. Flores estaba vendiendo algunos ejemplares de sus libros, entre ellos Tormenta de sangre. De inmediato me puse en contacto con él y pacté una transacción de dos ejemplares del mismo título: uno para mí y el otro también; uno para leer y el otro para guardarlo por si maltrato el que estoy leyendo (manías del cabrón obsesivo que vive en mi cuerpo deforme y que suele dictar lo que pasa por mi cerebro). Pactamos un encuentro unos días después en el WTC. Para mí, que soy una especie de Neanderthal de esta época, viajar hasta allá (o desde acá) es como ir al culo del mundo por un pedernal para encender fuego. Aún así tomé todas las previsiones para llegar puntual a la cita y por fin tener en mis manos el libro que más me he arrepentido de no comprar. Afortunadamente a mí me valen madres las conejitas de Playboy y llegué al grano, por mis libros. Arturo me recibió afable aunque mostrando cierta timidez que me costó reconocer (en la TV es bien diferente, diría cualquier gentuza acerca de sus ídolos). Por mi parte no quise atosigarlo ni mostrarle mi profunda admiración con comentarios que lo colmaran y menos hacerle preguntas sobre Playboy, salvo una cuya respuesta intuía. Charlamos brevemente, me dedicó los libros y hablamos de Te lo juro por saló, libro de su autoría que está en el número 1 de mi top ten de mis libros leídos en 2015 y cuya historia merece otras tres cuartillas aparte.

Ya en la charla resultó que Arturo vivió su infancia justo en el mismo lugar de donde yo me he negado a salir. Me platicó que su mejor amigo vivía en la misma colonia que yo y que estudió en la misma escuela que el primer amor de mi vida (igual y él si la besuqueó y yo sigo frustrado por ni siquiera haber gozado del privilegio de su mirada). ¿Quién lo diría? Pero como él y el Chico Migraña lo dan a entender reiteradamente en los veinte relatos del libro, los dioses a veces bajan a hacerles los honores a los mortales y en este caso, Arthur Alan Gore bajó de su oficina en el WTC a venderme de propia mano el libro que tanto me arrepentí de no haber comprado y que pensé jamás iba a tener. Así estaba previsto, palabra del Merol.

Me despedí de Arturo y llevé mi cuerpo al metrobús donde de inmediato comencé la lectura de Tormenta de Sangre misma que continué en el metro y luego en una combi. Llegando a casa, postergué la cena para terminar el último relato referido a Marilyn Manson, antes de las 9 de la noche. Aunque muchas de las historias ya eran conocidas por mí por haberlas leído en otros libros o revistas o sitios web, sentí esa una tremenda fascinación por cada historia. Literalmente las devoré. Lástima que haya durado tan poquito, pensé. Sin embargo, la lectura de Tormenta de sangre es uno de esos pretextos que estaba buscando para regresar a la escritura nuevamente. Y este texto puede dar fe de ello.

Sé que les no les importa pero quise dar fe de esta anécdota por si un día logro reunir veinte historias para publicar pues como dice el Chico Migraña: “Una de las grandes anécdotas de mi vida, ha sido mi vida misma.” Y así mismo me pasa a mí.

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