viernes, 22 de julio de 2016

Jóvenes abuelas



Sandra Villarruel.

Siempre he considerado innecesarias las visitas al médico pero llega una edad en que se vuelven parte de las negociaciones maritales. Uno acude al médico por dos cosas: primera, para evitarle a la esposa la carga de una culpa enorme, en caso de que uno sufra de muerte súbita; y segunda, para que el doctor repita una serie de recomendaciones que uno, de antemano, ya se imagina gracias a un montón de gente que en su vida pisó la universidad pero se ha vuelto un muestrario de enfermedades.

El caso es que con todo y mi renuencia llego a la cita diez minutos antes. Mientras la señorita buenona de la recepción entra al consultorio para anunciar mi llegada, me dirijo a la sala de espera. Saludo. Las cuatro personas que me anteceden responden al unísono y sonríen. Hurgo en el revistero y tomo la revista Satie para hacerle al mamón. El precio por la consulta lo vale, además, eso de socializar exponiendo mis pre infartos no es de buen gusto. Mientras leo un interesantísimo texto acerca del Simbolismo, un mocoso le hace al subnormal brincando de un sillón a otro. No es un niño de cuatro años sino un jovencito que mínimo está por ingresar a la secundaria. ¡Así no se puede leer! Afortunadamente, salen los pacientes del consultorio y como acto reflejo las personas que están junto a mí, incluyendo al subnormal, se levantan como si fueran a recibir una noticia. Bajo la revista para no perderme la escena y mi mirada se cruza con la de una señora chichona que sostiene a un bebé. Sonreímos y yo vuelvo a levantar la revista. ¿Por qué la gente gusta de sonreírse en los hospitales? ¿Acaso se trata de un código solidario ante la desgracia o simplemente es una forma de disfrazar la compasión? Entonces, alguien pregunta mi nombre. Bajo la revista e inesperadamente me encuentro un par de tetas a punto de desbordarse de una camiseta de tirantes. Busco disimular el asombro y me concentro en el horrendo niño que babea con singular alegría. La mujer chichona vuelve a preguntar mi nombre inclinándose ante mí. Mientras revuelvo en mis recuerdos trato de evitar que una enorme hebra de baba se estrelle contra mi pantalón. “Sí, soy ese mismo.” Los dientes chuecos de la mujer me recuerdan su nombre y el sitio en que la conocí, las noches de charla mientras la acompañaba a su casa y el día en que dejé de verla. Han pasado 25 años.

Después de las salutaciones de rigor y las escuetas respuestas que ofrezco a todas sus preguntas, le hago saber que el estrés me está matando y si quiero evitar un infarto, tengo que pagarle la mitad de mis ingresos a un hombre que me va a hablar sobre mi estilo de vida, criticará mis hábitos, sugerirá una dieta que ni él mismo tendría el valor de seguir y luego escribirá en una receta el nombre de un montón de pastillas que cuestan la otra mitad de mi quincena. Es obvio que el tratamiento no garantiza la eternidad pero mínimo te anima a pensar que estás abonándole un par de años a la vida.

Cuando la charla comienza a tonarse amena, desde el interior del consultorio se escucha mi nombre. Aprovecho para despedirme. “¡Qué bonito está tu bebé!” –miento mientras le aprieto los cachetes y le acomodo la cachucha–. “No es mi bebé, es mi nieto.” La respuesta me deja helado. Mientras hago cálculos mentales pienso en su respuesta. Recuerdo que ella es más chica que yo ¡y ya es abuela! Pienso en mis hijos. Un hipotético panorama que me aterra. Mientras me despido de ella y toda su familia, los felicito por la criatura. Después pienso que tendría que regresarme a reprenderlos por semejante crimen pero en esta realidad, todos estamos expuestos a tener hijos idiotas e irresponsables.

Entro al consultorio y durante los siguientes quince minutos el doctor me habla sobre mi estilo de vida, critica mis hábitos, sugiere una dieta que seguramente él ni en broma realiza y luego escribe en una receta el nombre de un montón de pastillas. Calculo cuánto traigo en la billetera. Registro la palabra ejercicio cuatro veces; alcohol y tabaco, seis. Y mientras el médico sigue hablando de la presión arterial, el miocardio, el sueño y el descanso, yo no dejo de pensar en que mi novia de segundo de secundaria ya es abuela. Termino la consulta, me despido del doctor, agradezco la atención y salgo del consultorio para dirigirme hacia la caja para pagar el servicio de valet parking.

Mientras espero que me entreguen el auto pienso en los años en que fui novio de la mujer chichona. Ya sería abuelo –concluyo– y mi cuerpo experimenta un estremecimiento, de ese conocido por el vulgo como ñañaras. Ya en el auto busco algo de música. Resuelvo escuchar el disco Cowboys from hell, de Pantera. Cowboys es un disco que está por cumplir 26 años en un par de días, lo que me hace reflexionar en el paso del tiempo, la vida y la vejez. Incluso Dimebag Darrell (guitarrista del grupo), aunque en contra de su voluntad y de la naturaleza, ya es una leyenda que yace en una tumba. Pensándolo bien cuando llegue a casa comenzaré a planear la dieta, anunciaré en Facebook que se suspende la borrachera planeada para la noche y a cambio, buscaré una rutina de ejercicios para comenzar desde mañana. Encuentro mi cara en el retrovisor del carro y pienso que no es para tanto. Esas son cosas de viejos. Un enorme bache en la autopista hace que el automóvil se sacuda. Mientras retomo el control, pienso que son los baches y no mis enfermedades, los que representan peligro real para mi vida.

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