Sandra Villarruel. |
Siempre
he considerado innecesarias las visitas al médico pero llega una edad en que se
vuelven parte de las negociaciones maritales. Uno acude al médico por dos
cosas: primera, para evitarle a la esposa la carga de una culpa enorme, en caso
de que uno sufra de muerte súbita; y segunda, para que el doctor repita una
serie de recomendaciones que uno, de antemano, ya se imagina gracias a un
montón de gente que en su vida pisó la universidad pero se ha vuelto un
muestrario de enfermedades.
El
caso es que con todo y mi renuencia llego a la cita diez minutos antes.
Mientras la señorita buenona de la recepción entra al consultorio para anunciar
mi llegada, me dirijo a la sala de espera. Saludo. Las cuatro personas que me
anteceden responden al unísono y sonríen. Hurgo en el revistero y tomo la
revista Satie para hacerle al mamón.
El precio por la consulta lo vale, además, eso de socializar exponiendo mis pre
infartos no es de buen gusto. Mientras leo un interesantísimo texto acerca del
Simbolismo, un mocoso le hace al subnormal brincando de un sillón a otro. No es
un niño de cuatro años sino un jovencito que mínimo está por ingresar a la
secundaria. ¡Así no se puede leer! Afortunadamente, salen los pacientes del
consultorio y como acto reflejo las personas que están junto a mí, incluyendo
al subnormal, se levantan como si fueran a recibir una noticia. Bajo la revista
para no perderme la escena y mi mirada se cruza con la de una señora chichona
que sostiene a un bebé. Sonreímos y yo vuelvo a levantar la revista. ¿Por qué
la gente gusta de sonreírse en los hospitales? ¿Acaso se trata de un código
solidario ante la desgracia o simplemente es una forma de disfrazar la compasión?
Entonces, alguien pregunta mi nombre. Bajo la revista e inesperadamente me
encuentro un par de tetas a punto de desbordarse de una camiseta de tirantes.
Busco disimular el asombro y me concentro en el horrendo niño que babea con
singular alegría. La mujer chichona vuelve a preguntar mi nombre inclinándose
ante mí. Mientras revuelvo en mis recuerdos trato de evitar que una enorme
hebra de baba se estrelle contra mi pantalón. “Sí, soy ese mismo.” Los dientes
chuecos de la mujer me recuerdan su nombre y el sitio en que la conocí, las
noches de charla mientras la acompañaba a su casa y el día en que dejé de
verla. Han pasado 25 años.
Después
de las salutaciones de rigor y las escuetas respuestas que ofrezco a todas sus
preguntas, le hago saber que el estrés me está matando y si quiero evitar un
infarto, tengo que pagarle la mitad de mis ingresos a un hombre que me va a
hablar sobre mi estilo de vida, criticará mis hábitos, sugerirá una dieta que
ni él mismo tendría el valor de seguir y luego escribirá en una receta el
nombre de un montón de pastillas que cuestan la otra mitad de mi quincena. Es
obvio que el tratamiento no garantiza la eternidad pero mínimo te anima a
pensar que estás abonándole un par de años a la vida.
Cuando
la charla comienza a tonarse amena, desde el interior del consultorio se
escucha mi nombre. Aprovecho para despedirme. “¡Qué bonito está tu bebé!”
–miento mientras le aprieto los cachetes y le acomodo la cachucha–. “No es mi
bebé, es mi nieto.” La respuesta me deja helado. Mientras hago cálculos
mentales pienso en su respuesta. Recuerdo que ella es más chica que yo ¡y ya es
abuela! Pienso en mis hijos. Un hipotético panorama que me aterra. Mientras me
despido de ella y toda su familia, los felicito por la criatura. Después pienso
que tendría que regresarme a reprenderlos por semejante crimen pero en esta
realidad, todos estamos expuestos a tener hijos idiotas e irresponsables.
Entro
al consultorio y durante los siguientes quince minutos el doctor me habla sobre
mi estilo de vida, critica mis hábitos, sugiere una dieta que seguramente él ni
en broma realiza y luego escribe en una receta el nombre de un montón de
pastillas. Calculo cuánto traigo en la billetera. Registro la palabra ejercicio
cuatro veces; alcohol y tabaco, seis. Y mientras el médico sigue hablando de la
presión arterial, el miocardio, el sueño y el descanso, yo no dejo de pensar en
que mi novia de segundo de secundaria ya es abuela. Termino la consulta, me
despido del doctor, agradezco la atención y salgo del consultorio para
dirigirme hacia la caja para pagar el servicio de valet parking.
Mientras
espero que me entreguen el auto pienso en los años en que fui novio de la mujer
chichona. Ya sería abuelo –concluyo– y mi cuerpo experimenta un
estremecimiento, de ese conocido por el vulgo como ñañaras. Ya en el auto busco
algo de música. Resuelvo escuchar el disco Cowboys from hell, de Pantera. Cowboys es un disco que está
por cumplir 26 años en un par de días, lo que me hace reflexionar en el paso
del tiempo, la vida y la vejez. Incluso Dimebag Darrell
(guitarrista del grupo), aunque en contra de su voluntad y de la naturaleza, ya
es una leyenda que yace en una tumba. Pensándolo bien cuando llegue a casa comenzaré
a planear la dieta, anunciaré en Facebook que se suspende la borrachera
planeada para la noche y a cambio, buscaré una rutina de ejercicios para
comenzar desde mañana. Encuentro mi cara en el retrovisor del carro y pienso
que no es para tanto. Esas son cosas de viejos. Un enorme bache en la autopista
hace que el automóvil se sacuda. Mientras retomo el control, pienso que son los
baches y no mis enfermedades, los que representan peligro real para mi vida.
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