martes, 26 de marzo de 2024

Pantaloncillos

En la pandemia dejé de usar pantalón. No hubo otra razón excepto la comodidad. Entonces, únicamente tenía una bermuda con la que solía ir a festivales musicales y otra más que usaba exclusivamente en septiembre, mes de los temblores. Mera precaución.

Pasaron tres o cuatro días y decidí recortar un pantalón, el más viejo de mi armario. Tres lavadas después, parecía ropa de indigente, de esa que se deshilacha de a poco hasta quedar reducida a nada. Como no salía ni al patio, no me importó. Luego tuve que recortar otro pantalón, uno más nuevo e intercalarlo con el anterior y las dos bermudas. Pareces retrato, me decía cada mañana al verme al espejo.

En junio recorté un tercer pantalón, uno que no tenía más de seis meses de haber comprado. Tomé la decisión de hacerle una bastilla con el fin de mantenerlo presentable por si acaso un día necesitaba salir. Entonces no tenía muchas esperanzas de volver a pisar la calle, pero entonces no sabía. Seguí la dinámica y recorté otro pantalón. Decidí que la bastilla sería con máquina y no mis remiendos con la aguja. Pedí la máquina de coser a mi madre y clamé su asesoría en esta labor. “Si quieres yo los bastillo”, dijo. Pero me negué. Estaba resuelto a aprender porque seguramente seguiría usando esos pantaloncillos por mucho tiempo.

Me convertí en un experto en adecuarlos a mi modo e incluso, aprendí a hacerles otras reparaciones como tapar las rasgaduras en el tiro. También aprendí a reparar los bolsillos. Odio traerlos rotos, es de mala suerte.

El cuarto mes del año 2001 sonó el teléfono. Mi jefe exigía presentarme en el trabajo de inmediato. Confieso que estaba harto del encierro y ni siquiera chisté en poner objeción. “Llego en una hora”, afirmé con gusto mientras buscaba la ropa que me pondría. En mi ropero únicamente había pantaloncillos. Ni modo. Resolví salir con el mejor, el más formal y enfrentar la crítica a cambio de la comodidad. No necesito decir que al verme llegar, mis compañeros se quedaron pasmados y pensaron primero en la reacción del jefe antes que en mi aspecto. Nos sentamos alrededor de una mesa empolvada hasta que llegó el jefe, quien saludó rápidamente a todos y fue al grano: “No hay condiciones para regresar a trabajar de manera presencial. Seguirán haciendo sus labores en casa y una vez a la semana alguno de ustedes tendrá que venir a realizar una guardia. Así hasta que todo se normalice.” La reunión apenas duró veinte minutos y al levantarnos para despedirnos, el Jefe me vio extrañado. Sonrió. “¿Y ahora? ¿Le entró el sindroma Sabo Romo o qué?” Festejé su intento de gracejada y salí de la oficina.

¿Síndrome de Sabo Romo? No lo había pensado. Entonces recordé una entrevista en la que el bajista afirma que la música es el único trabajo que le permitió nunca volver a usar pantalón. Caminé satisfecho pensando que ese sería mi destino.

Hoy recibí un comunicado donde se convoca a todo el personal a regresar a sus labores de manera presencial. En el correo, mi Jefe sugiere que compre pantalones largos. Ni modo, se terminó. Un año y cinco meses de comodidad no podían durar para siempre. Tal vez deba aprender a tocar un instrumento y dedicarme de lleno a la música para aferrarme al síndrome Sabo Romo. 

Mejor compraré más pantaloncillos. Mañana, Dios dirá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.