No sé
quién me hizo creer que usar mi tarjeta para realizar pagos y compras me
facilitaría la vida. ¡Mentira! La primera vez que ocupé mi tarjeta para realizar
un pago, la plataforma de la dependencia encargada de cobrar el agua en mi
comunidad me rechazó cada uno de los intentos por costear el servicio. No sólo invertí
horas-nalga, sino que después tuve que apersonarme en las cajas de la
dependencia para cumplir con mis responsabilidades. La idea de usar la tarjeta era
evitar las tres filas que demanda el organismo para hacer un simple pago: una para
mostrar la lectura, otra para generar los recibos y la última para depositar mi
dinero en las manos de una señorita jetona. Misión fallida. Lo mismo ocurrió
con la empresa que suministra el gas. Tras varios intentos finalmente apareció
un anuncio en mi pantalla: your card is not accepted by our company.
Gracias.
Pensé que
mi suerte no podía ser tan mala así que una tarde, mientras jugaba a comprar
libros en línea, llené un carrito de deseos con cerca de 20 títulos. Tengo una
tarjeta, me dije. Puedo pagarlos. Y mientras el diablillo en mi hombro
izquierdo me alentaba a quemarme $4500 caminé al lugar donde guardo el
plástico. Los requisitos para realizar el pago consistieron en llenar un
formulario de datos. Nada complicado, pero sí muy tedioso: nombre, apellidos,
fecha de nacimiento, calle, número, colonia, ciudad, estado, código postal,
entre qué calle y que calle, referencia, número telefónico, correo electrónico
y datos de la tarjeta. Cuando piden eso me embarga la paranoia. Número de
tarjeta, nombre completo del titular, fecha de vencimiento y el código CVV.
Después confirmar el pedido, recibir el mensaje MSM como prueba de que soy el
titular de la tarjeta y listo. Pasaron dos días antes de que a mi correo
electrónico llegara un mensaje que me informaba que mi compra no se había
concretado. No quise indagar. Misión fallida.
Pasó
cerca de un año antes de que intentara hacer otro pago con la tarjeta. Esta vez
fue en un restaurante cuya especialidad son las alitas y las cervezas. Sin
querer consumí comida y bebidas como si no hubiera mañana y después de
percatarme que el efectivo no era suficiente saqué la tarjeta. Lo siento, señor,
nuestro establecimiento no cuenta con terminal para pagos con tarjeta. Gracias.
No platicaré aquí la peripecia que tuve que pasar para liquidar una cuenta de
$600, pero soy un fiel creyente que para salir a comer primero hay que revisar
la cartera y después los precios, o de plano, evitar el hambre.
Hoy mi salud
exige cuidados. El ánimo por salir a comprar mis medicamentos me llevó a
desempolvar la tarjeta y sentarme un par de horas frente a la computadora para
realizar las compras. Afortunadamente, desde la comodidad del sillón se pueden
comparar precios en diversos establecimientos. Así lo hice. Unas píldoras por aquí, unas
vitaminas por acá, los polvitos mágicos en otra farmacia. El tercer
establecimiento comenzó las gracejadas: Your card is not valid. ¿Qué? ¿Cómo?
¿Por qué? Tres intentos y nada. Cambio de estrategia. Doy la opción de pago en
efectivo. Gracias. La segunda farmacia, me pide los datos hasta de la iglesia
donde fui bautizado. Una pregunta ronda en mi cabeza: ¿Fui bautizado? Continuo
mis compras. La banca electrónica me hace saber que se hizo una compra con la
tarjeta. Menos mal. La tercera farmacia, que en realidad fue la primera en la
que compré, me informa que mi orden está lista. Ahora sólo falta esperar que
mis medicinas lleguen. Pasan dos horas y pienso que, si de esos medicamentos
dependiera mi vida, habría muerto hace un buen rato. Entro a mi correo para
revisar el rastreo de mi pedido. Me percato que la primera compra dice que ya
está lista, pero tengo que pasar a recogerlo a mostrador. ¿Cómo? Entro a
verificar los datos de la compra y me percato que solicité pagar con tarjeta,
pero seleccioné la opción de recoger el producto en la sucursal más cercana. Misión
fallida. Tendré que salir de casa.
Camino a
la sucursal que se encuentra a veinte minutos a pie. Entonces pienso que la
casa está sola y los otros dos pedidos llegarán allá. Cambio el paso veloz por el
trote. Mi salud no da para eso, pero debo arriesgarme. Hago media hora entre
ida y vuelta. Apenas entro a casa y me percato que en mi teléfono hay una
notificación de la tercera farmacia. Tu pedido no pudo ser entregado. Nadie
pudo recogerlo. ¡Maldita sea! De inmediato busco el asistente de ayuda. Tras
varios minutos de interactuar con un bot sin razón, concluyo que debo volver a
hacer el pedido. Antes, reviso el pedido de la segunda farmacia. Al realizar el
rastreo me percato que hay tres pedidos en curso. ¿Tres pedidos? ¿Por qué? No sé
qué hice, pero hay tres pedidos en curso. Reviso la banca electrónica y me
percato que las tres compras fueron consumadas. Mis recursos han minado drásticamente.
Gracias.
Reconozco
una incapacidad total para hace compras con tarjeta. Es un don que dios me negó.
Ahora sólo quiero recibir mis medicamentos y evitar un infarto al miocardio. Mientras
espero, me preparo un té de hojas de olivo. Dicen que es un bien remedio para
evitar la oclusión vascular, ajusta el flujo sanguíneo y reduce el riesgo de
ataques cardiacos. Lo necesito frente a esta incertidumbre.
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