¡Quiero
un sombrero! Lo decidí hoy por la mañana mientras espabilaba. En la vida he tenido
tres sombreros: uno tipo Outback (similar al de Indiana Jones), un Fedora
(formal, como de viejito) y uno vaquero. A decir verdad, he tenido dos
vaqueros: uno afelpado color negro y otro de palma que sirve para su fin. El
primero lo eché a perder la tercera vez que lo utilicé. Era una tarde lluviosa
y no sabía que los sombreros no debían mojarse. Debí utilizar un forro plástico.
Al siguiente día cometí un segundo error: colocarlo debajo del rayo del sol
para que secara. El sombrero comenzó a endurecerse y la felpa se decoloró volviéndose
café. El tercer error vino cuando, al intentar regresarle el color, le embarré cera
líquida para calzado. De a poco fui arruinando ese hermoso sombrero, regalo de
un viejo del pueblo que aseguraba que yo debía usar sombrero. Entonces no le
tomé importancia. El sombrero fue a dar a la basura y a los pocos días descubrí
que uno de los recolectores de la basura lo traía puesto. El estado de aquel
aditamento era lamentable. En fin. Para no ser un sombrero que tome en cuenta,
le he dedicado mucho tiempo.
El
sombrero Outback lo adquirí cuando quería ser rockero. Entonces creía que, para
serlo, la apariencia era importante. Había visto a muchos músicos de rock usar
sombrero, sobre todo a aquellos con influencias sureñas arraigadas. Aquel
sombrero me gustaba tanto que preferí no usarlo hasta que un momento especial
llegara. Un festival fue el pretexto perfecto. Cometí el error de meterme al
moshpit a la menor provocación y cuando reparé mi sombrero había desaparecido.
Lo busqué entre la multitud, pero no pude encontrarlo. Más de setenta mil
personas reducían la oportunidad de encontrarlo. Ni siquiera disfruté el
concierto por buscar entre los asistentes a quien lo hubiera hurtado. Fue
imposible.
Mi tío era
un sujeto muy elegante. Solía vestir con pantalones de vestir, camisas planchadas
de forma impecable, tirantes, corbata, zapatos de charol y sombrero Fedona. Me
gustaba admirarlo cuando caminaba por el pasillo que llevaba de la entrada de
su departamento a la sala. A pesar de que su atuendo lo hacía parecer un hombre
de otro tiempo, me llamaba la atención su porte. Para mí el sombrero era parte
de un disfraz y por eso solía colocármelo apenas mi tío lo acomodaba en una
esquina del sillón. Jamás me reconvino por ello. Recuerdo la tarde en que llegó
cargando entre las manos un cubo color gris. Dentro llevaba un hermoso sombrero
del mismo color.
-
¡Es
para ti! Cuídalo mucho.
Emocionado,
cargué la caja desde su casa y hasta el camión el cual abordé emocionado. Ya
quería llegar a casa para colocármelo. Había decidido ponérmelo para ir a la
escuela sabedor que eso llamaría la atención de los demás. Desafortunadamente, ya
en el camión me sumí en un sueño profundo y cuando desperté me di cuenta de que
me había pasado unas calles. Me levanté de inmediato y corrí a tocar el timbre
para bajarme, olvidando el sombrero. Al darme cuenta, intenté alcanzar el
camión, pero fue inútil. Ni siquiera intenté llegar a la base, sabedor que los
choferes lo primero que hacen al descender la totalidad del pasaje, es buscar
lo que hayan olvidado los pasajeros y quedárselo como un botín.
El cuarto
sombrero lo usé cuando participé en un grupo norteño. A diferencia del primero,
éste es muy corriente, de palma. Tengo casi quince años con él y a pesar de que
se encuentra decolorado, sucio y maltrecho, su misión de cubrirme del sol se
mantiene intacta.
Pero hoy,
me levanté con la idea que quiero un sombrero. No sé por qué, pero lo quiero.
Toda la mañana he visto videos de sombreros y me he decidido por uno hermoso,
muy fiel a mi personalidad. Ya me imaginé llevándolo en la cabeza. En lugar de
escribir debo encontrar la forma de que me lo envíen a casa. La siguiente
ocasión que escriba acerca de sombreros será del que lleve en la cabeza. Es una
promesa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.