viernes, 3 de noviembre de 2023

Sombreros

¡Quiero un sombrero! Lo decidí hoy por la mañana mientras espabilaba. En la vida he tenido tres sombreros: uno tipo Outback (similar al de Indiana Jones), un Fedora (formal, como de viejito) y uno vaquero. A decir verdad, he tenido dos vaqueros: uno afelpado color negro y otro de palma que sirve para su fin. El primero lo eché a perder la tercera vez que lo utilicé. Era una tarde lluviosa y no sabía que los sombreros no debían mojarse. Debí utilizar un forro plástico. Al siguiente día cometí un segundo error: colocarlo debajo del rayo del sol para que secara. El sombrero comenzó a endurecerse y la felpa se decoloró volviéndose café. El tercer error vino cuando, al intentar regresarle el color, le embarré cera líquida para calzado. De a poco fui arruinando ese hermoso sombrero, regalo de un viejo del pueblo que aseguraba que yo debía usar sombrero. Entonces no le tomé importancia. El sombrero fue a dar a la basura y a los pocos días descubrí que uno de los recolectores de la basura lo traía puesto. El estado de aquel aditamento era lamentable. En fin. Para no ser un sombrero que tome en cuenta, le he dedicado mucho tiempo.
 
El sombrero Outback lo adquirí cuando quería ser rockero. Entonces creía que, para serlo, la apariencia era importante. Había visto a muchos músicos de rock usar sombrero, sobre todo a aquellos con influencias sureñas arraigadas. Aquel sombrero me gustaba tanto que preferí no usarlo hasta que un momento especial llegara. Un festival fue el pretexto perfecto. Cometí el error de meterme al moshpit a la menor provocación y cuando reparé mi sombrero había desaparecido. Lo busqué entre la multitud, pero no pude encontrarlo. Más de setenta mil personas reducían la oportunidad de encontrarlo. Ni siquiera disfruté el concierto por buscar entre los asistentes a quien lo hubiera hurtado. Fue imposible.
 
Mi tío era un sujeto muy elegante. Solía vestir con pantalones de vestir, camisas planchadas de forma impecable, tirantes, corbata, zapatos de charol y sombrero Fedona. Me gustaba admirarlo cuando caminaba por el pasillo que llevaba de la entrada de su departamento a la sala. A pesar de que su atuendo lo hacía parecer un hombre de otro tiempo, me llamaba la atención su porte. Para mí el sombrero era parte de un disfraz y por eso solía colocármelo apenas mi tío lo acomodaba en una esquina del sillón. Jamás me reconvino por ello. Recuerdo la tarde en que llegó cargando entre las manos un cubo color gris. Dentro llevaba un hermoso sombrero del mismo color.
 
     -       ¡Es para ti! Cuídalo mucho.
 
Emocionado, cargué la caja desde su casa y hasta el camión el cual abordé emocionado. Ya quería llegar a casa para colocármelo. Había decidido ponérmelo para ir a la escuela sabedor que eso llamaría la atención de los demás. Desafortunadamente, ya en el camión me sumí en un sueño profundo y cuando desperté me di cuenta de que me había pasado unas calles. Me levanté de inmediato y corrí a tocar el timbre para bajarme, olvidando el sombrero. Al darme cuenta, intenté alcanzar el camión, pero fue inútil. Ni siquiera intenté llegar a la base, sabedor que los choferes lo primero que hacen al descender la totalidad del pasaje, es buscar lo que hayan olvidado los pasajeros y quedárselo como un botín.
 
El cuarto sombrero lo usé cuando participé en un grupo norteño. A diferencia del primero, éste es muy corriente, de palma. Tengo casi quince años con él y a pesar de que se encuentra decolorado, sucio y maltrecho, su misión de cubrirme del sol se mantiene intacta.
 
Pero hoy, me levanté con la idea que quiero un sombrero. No sé por qué, pero lo quiero. Toda la mañana he visto videos de sombreros y me he decidido por uno hermoso, muy fiel a mi personalidad. Ya me imaginé llevándolo en la cabeza. En lugar de escribir debo encontrar la forma de que me lo envíen a casa. La siguiente ocasión que escriba acerca de sombreros será del que lleve en la cabeza. Es una promesa.

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