viernes, 3 de abril de 2020

Diario de cuarentena. La viejita de las gelatinas

No hay nada que pueda ocultar la normalidad porque el silencio es apabullante. Los automóviles parecen haber quedado mudos como ocurrió con el bullicio de la gente. Es como si nadie quisiera hablar, como si la palabra fuera una forma de contagio.
 
A la distancia se distingue a una anciana que encorvada, carga sus años y un par de bolsas de mandado. ¿Cuántas cosas habrá vivido esa mujer para no temerle ni al silencio y ni a la ausencia? Se encuentra frente a la entrada de El Sótano, un restaurantito antes concurrido y cuyas mesas hoy se encuentran olvidadas. La ancianita mira hacia abajo buscando gente. Treinta segundos. Cuarenta. Sesenta. Con más ganas que fuerza levanta las bolsas y camina lentamente unos metros hasta llegar con dos mujeres. Intercambia algunas palabras y se retira . Madre e hija la miran y el ceño de la más joven se frunce con esa efímera mezcla de compasión y ternura. La madre se coloca la mano en el pecho y con la mirada parece sostener a la viejita para que no caiga. Luago, ambas se voltean hacia la indiferencia tratando de borrar la realidad. La ancianita se detiene frente a los puestos que están afuera del banco donde otros comerciantes ven pasar la zozobra de las personas. "No hay nada", se queja uno. La respuesta es un eco de afirmación que se replica en sinónimos.
 
La ancianita, indiferente, levanta sus bolsas y continúa su camino. Pasos adelante se planta frente a la gente que hace fila para pasar al cajero electrónico. Alguien, por fin, le pone atención y platica con ella. La mujer coloca las bolsas en el suelo y de una comienza a sacar vasitos con gelatinas. El hombre de rostro adusto, saca la billetera mientras la mujer acomoda las gelatinas en una bolsita. Lo hace lentamente, con los movimientos propios de quien pone cuidado en su trabajo. El hombre la mira detrás de las gafas oscuras como si con ellas pudiera ocultar el nudo que se le ha formado en la garganta. La viejita acomoda cuatro cucharitas dentro de la bolsa y con las dificultades que su cuerpo clama, se yergue para ofrecer el producto al comprador que estoico, se mantiene deteniendo la fila. Nadie protesta. Nadie tendría razón de hacerlo. El hombre deposita cuidadosamente un billete en la manita arrugada de la mujer que lo recibe, lo observa, lo acaricia y conforme, saca un momenederito del que comienza a remover algunas monedas. Sus movimientos son lentos. Un impaciente en la fila por fin se atreve a protestar. El hombre detiene el reclamo con una mirada retadora que lapida. La viejita, sin prestar atención a la escena, ofrece el cambio y con una vocecita apenas perceptible da las gracias antes de volver a encorvarse para cargar sus bolsas y continuar su camino. El hombre decide que es momento de avanzar la fila sin despegar la vista de la anciana. Siete pasos adelante se detiene, se levanta las gafas y busca al autor del reclamo. Le sostiene unos instantes la mirada antes de regresar a esta nueva realidad. La ancianita sigue su camino. Nadie conoce su historia para comprender por qué no está encerrada en su casa a resguardo del fantasma de un virus que se rumora ronda entre nostros pero aún nadie ha podido comprobar con una muerte.
 
El silencio sigue flotando en el ambiente y no hay murmullo que se atreva a distender esta incomodidad.

Foto: Punto Medio @PuntoMedioEdo

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